jueves, 18 de abril de 2019

Oralidad e Inmediación en la prueba: luces y sombras (Orality and taking of evidence: lights and shadows) Jordi Nieva Fenoll



Oralidad e Inmediación en la prueba: luces y sombras

(Orality and taking of evidence: lights and shadows)
Jordi Nieva Fenoll
Professor of Civil Procedure at the University of Barcelona, Spain.
Abstract: The article works the advantages and the inconveniences of orality in modern civil procedure.
Key words: Orality. Civil Procedure.
Sumario: 1.Introducción. 2. Ventajas e inconvenientes de la oralidad en la prueba. 3. La sobrevaloración de
la inmediación. 4. Las carencias en la formación de los jueces. 5. La oralidad y la inmediación como
herramientas de exclusión de la intuición en la valoración de la prueba. 6. Conclusiones.

1. Introducción.
Parece un dogma, y como tal dogma, incontestable, que la prueba debe ser practicada de forma oral. Sin embargo, esa conclusión no pasa de ser una sugerencia, aceptable en la mayoría de las ocasiones. Pero, desde luego, no es inobjetable que toda la prueba deba ser oral. La prueba documental, por su propia esencia, es escrita y, al menos en principio, debe ser escrita, sin perjuicio de que se ilustre al Juez sobre alguno de los extremos del documento en forma oral. Si se tiene en cuenta, además, que en la enorme mayoría de los procesos civiles la prueba es predominantemente documental1 y que, en realidad, en los procesos penales la prueba más fiable es muchas veces esa misma prueba documental –o pericial, constando la pericia en un informe escrito que muchas veces no se objeta–, es obvio que quizás deba realizarse un alto en el camino Lo que llevó, acertadamente, al legislador español, a disponer la celebración escrita del proceso cuando la única prueba existente era la documental. Vid. art. 429.8 de la Ley de Enjuiciamiento Civil: “Cuando la única prueba que resulte admitida sea la de documentos, y éstos ya se hubieran aportado al proceso sin resultar impugnados, o cuando se hayan presentado informes periciales, y ni las partes ni el tribunal solicitarán la presencia de los peritos en el juicio para la ratificación de su informe, el tribunal procederá a dictar sentencia, sin previa celebración del juicio, dentro de los veinte días siguientes a aquel en que termine la audiencia.
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para la reflexión en esta materia, centrando lo que realmente se quiere decir cuando se afirma que la prueba debe ser oral. No voy a proponer en este trabajo que la prueba pase a ser escrita, o que los jueces vuelvan a “practicar” la prueba de forma escrita, o persistan en esa secular y rechazable corruptela2. Lo único que voy a intentar evidenciar, como idea base, es que el hecho de que la prueba sea oral no siempre hace de la misma una actividad más fiable, sino que, en malas manos, la oralidad puede conducir precisamente a que la prueba sea inútil, como veremos después. Y no hay que cerrar los ojos a esa realidad, sino ponerle los remedios que sean necesarios.
Cuando se exige la oralidad en la prueba, más que la forma oral lo que se está reivindicando es la inmediación en la práctica de la prueba, y justamente esa inmediación es la que, ciertamente, el juez no puede perder jamás. La inmediación es una conquista jurídica y social a la que no podemos renunciar, sobre todo observando cómo en muchos sitios todavía no se ha logrado alcanzar esa meta.
Sin embargo, hay que proveer las herramientas necesarias para que la oralidad y la inmediación puedan servir para algo, puesto que, de lo contrario, en algunos casos provocan todavía más arbitrariedades que las muchísimas que se producían y se producen con la práctica escrita de la prueba. No consiste en absoluto, y lo reafirmo, en volver a ese procedimiento escrito. 
Se trata de que aprendamos a utilizar debidamente algo tan complejo como el mecanismo de la inmediación. De nada le sirve a cualquier profesional, de cualquier oficio, disponer del más
moderno instrumental si previamente no se le instruye en el uso de dicho instrumental.
2. Ventajas e inconvenientes de la oralidad en la prueba
Hasta la fecha se puede constatar, todavía, una especial, y extendida, fascinación por la oralidad entre la Doctrina3, aún con discrepancias4. La misma proviene, en muy buena medida, de 
2
Novísima Recopilación de las Leyes de España, Libro XII, Título XXXII, Leyes X, XVI y XVII, datando de 1500 (Ley XVI) la
prohibición más antigua de que los jueces encomendaran las pruebas al personal de su juzgado.
3
La misma se pudo constatar en el congreso de la Asociación Internacional de Derecho Procesal celebrado en Gandia
del 6 al 8 de noviembre de 2008, cuyas ponencias y comunicaciones fueron publicadas en AAVV (Carpi / Ortells ed.).
Oralidad y escritura en un proceso civil eficiente, Valencia 2008.
4
Que se pudieron observar en ese mismo congreso en las ponencias de Jorge W. PEYRANO (t. I, pp. 149 y ss), Michele
TARUFFO (t. I, pp. 185 y ss) y Eduardo OTEIZA (t. I, pp. 413 y ss), entre otros. Personalmente manifesté también
discrepancias en el mismo congreso a través de una comunicación (t. II, pp. 471 y ss, así como en mi trabajo Los
problemas de la oralidad, La Ley, nº 6701 y Justicia 2007, n. 1-2, pp. 101 y ss.
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la lectura de autores ya bastante antiguos, como CHIOVENDA5, que intentaron que se superara de
una vez por todas la secular vigencia de la escritura en los procesos, siguiendo el ejemplo alemán6.
A principios del siglo XX, y aún mucho después, era perfectamente normal que desde el procesalismo se intentara impulsar la oralidad7. Ciertamente, la situación no era ideal en aquellos
momentos. En muchos países de Europa, los jueces simplemente no estaban en sus despachos. En la mayoría de las ocasiones acudían al juzgado solamente a firmar las providencias de todo tipo que había realizado, con frecuencia al margen de toda norma legal, el personal de la oficina judicial. Y entre esas providencias estaba, para vergüenza de todos –hasta del mismo juez– la práctica de pruebas de declaración de personas, que requerían inexcusablemente su presencia por mandato legal8.
Al contrario, el juez no acudía a esas pruebas. Las celebraba cualquier trabajador del juzgado a quien se le hubiere encomendado. Dicho trabajador leía salmódicamente las preguntas que formulaban las partes, salvo las que el Juez había decidido suprimir, casi siempre de forma inmotivada. Incluso algunos jueces invitaban a esos teóricos subalternos a improvisar en la realización de preguntas adicionales, lo que ya resultaba, no solamente impresentable, sino claramente delictivo. Ese estado de cosas, vigente en tantos sitios, debía acabarse de inmediato. Y de ahí la lucha encarnizada por la obtención de la oralidad, y de ahí también la lógica fascinación por la misma.
Se imaginó que si los jueces observaban declarar a las personas, fueran partes, testigos o peritos, por fin podrían construir debidamente su convicción, llevando a cabo de forma adecuada la valoración de la prueba, tras haber tenido contacto directo con dicho material probatorio. Y no les faltaba razón a quienes lo imaginaron. Desde luego, es mucho más adecuado valorar la credibilidad de una persona viéndola que leyéndola. Y resulta inadmisible valorar esa credibilidad, no leyendo lo que esa persona ha escrito, sino lo que escribió el subalterno que habría dicho ese declarante en su presencia, que no en la del Juez. Si se tiene en cuenta, además, que en las actas de esas “pseudoprácticas” de la prueba solían recogerse, no las palabras exactas que se habían 
5
CHIOVENDA, Giuseppe, Las reformas procesales y las corrientes del pensamiento moderno, en: “Ensayos de Derecho
Procesal Civil”, trad. de Sentís Melendo, Buenos Aires 1949, p. 155.
6
WACH, Adolf, Handbuch des deutschen Civilprozessrechts. T. I, Leipzig 1885, p. 138.
7
Por todos, CAPPELLETTI, Mauro, La oralidad y las pruebas en el proceso civil, trad. Sentís Melendo, Buenos Aires,
1972.
8
Art. 254 de la Ley de Enjuiciamiento Civil de 1881: “Los jueces y magistrados ponentes, en su caso, recibirán por sí las
declaraciones y presidirán todos los actos de prueba. (…) Ninguno de ellos podrá cometerlas a los secretarios o
escribanos, sino en los casos autorizados por la ley.
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dicho, sino un simple resumen de lo acontecido, se comprenderá que el sistema, ciertamente, era impresentable, por mucho que se juzgara a través de él durante siglos a muchísimos sujetos. Con todo, con la decisión de introducir la oralidad en la prueba se despreció la principal ventaja de la escritura que, de hecho, había propiciado su incorporación al proceso en 12159: la fijeza que otorgaba a lo actuado en el proceso. Se intentaba con la escritura que el recuerdo de lo acaecido en presencia judicial no dependiera solamente de la memoria del juez y, a renglón seguido, de sus recuerdos y apreciaciones, que podían ser, por desgracia, arbitrariamente construidos. Al contrario, cuando figuraba en un escrito lo que realmente había sucedido, el margen de discrecionalidad del juez evidentemente se reducía. Y ello era, y es, muy positivo. Pero como he dicho, esta ventaja fue completamente despreciada con algunas de las reformas que introdujeron la oralidad. Se prefirió que el juez volviera a basar sus sentencias simplemente en sus recuerdos de lo actuado y, lo que es más grave, en sus primeras impresiones ante lo visto, con el único apoyo de un acta que siempre y sistemáticamente fue –y continúa siendo– incompleta en la apreciación de los detalles concretos que permiten al juez valorar la prueba. Ese inconveniente sólo ha podido ser paliado a través de la grabación de las vistas10siempre que la grabación posea la calidad suficiente, lo que no siempre sucede. Pero pese a la grabación, es posible que la oralidad favorezca una cierta precipitación en el momento de juzgar. El juez no quiere olvidar lo que ha visto, y por ello en ocasiones decide resolver lo antes posible, lo que es posible que le conduzca a la superficialidad, dando al traste con todas las ventajas que la oralidad trae a la práctica de la prueba. Dicha superficialidad, por desgracia, se aprecia en muchas motivaciones, y aunque no siempre es consecuencia de la oralidad, sino de la acumulación de asuntos, lo cierto es que se constituye en uno de los principales peligros del mal uso de la forma oral.
Además, por otra parte y como veremos seguidamente, se pasó por alto otra cuestión importante: se encargó esa nueva manera de practicar las pruebas a los mismos jueces que durante toda su trayectoria profesional no habían observado prácticamente prueba alguna, lo cual evidenciaba que no podían estar debidamente preparados para esa labor. Se descuidó algo que tendría que haber sido esencial antes de proceder a ningún cambio del sistema: la capacitación de 
9
Concilio Lateranense IV, Innocentius P.III, Cap. XXXVIII, anno Christi 1215, en: “MANSI, Joannes Dominicus, Sacrorum
conciliorum nova et amplissima collectio”, Vol 22, Graz 1961, pp. 1023-1026.
10
Obligada por los arts. 187 de la Ley de Enjuiciamiento Civil y 743 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal.
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los jueces. Nadie habló de la misma, sino que se dio por descontado que los juzgadores, con laayuda de su formación simplemente jurídica, y a través de su “íntima convicción”, su “sana crítica” o, aún peor, su “conciencia”, ya sabrían cómo proceder. Es decir, se quiera reconocer o no, se acabó confiando toda la actividad de valoración probatoria a la simple intuición de los jueces. 
3. La sobrevaloración de la inmediación 
Como correlato de lo anterior, e insisto en que desconociendo absolutamente la falta de la debida preparación de los jueces para valorar algunas pruebas, se dio un paso más. Y si el difícil paso de introducir la oralidad era peligroso, aunque también audaz y sobre todo bienintencionado, lo que voy a describir a continuación tiene muchísimo de pernicioso, nada de audaz y mucho menos de bienintencionado. 
Una vez que se le obligó realmente al Juez a presenciar la práctica de la prueba –haciendo compulsiva una obligación que, como se dijo, databa de mucho antes pero que había sido ampliamente ignorada– se cayó en una situación que probablemente tiene su sentido en otros contextos, pero desde luego no en el probatorio. Se propició, paulatinamente, una desmedida confianza de las ulteriores instancias en el criterio probatorio del juez que había presenciado la prueba en primera instancia. De hecho, nunca había sucedido, propiamente, nada parecido con anterioridad. Se venía de sistemas que no conocían la casación, ni nada parecido, antes del siglo XIX11. Y por ello, todos sus grados de jurisdicción, ni legal ni doctrinalmente habían sido sometidos a ninguna clase de restricciones. En cada instancia se podía criticar todo lo acaecido en la anterior, y por supuesto también el razonamiento probatorio, pudiendo incluso volver a practicarse prueba en esa ulterior instancia12.
Pero todo ello fue desapareciendo. En España, si bien se había consentido en casación la existencia como motivo de la misma del llamado “error de hecho en la apreciación de la prueba”13, el mismo acabó por ser marginado por la jurisprudencia a través de una indebida –e 
11
La propia casación se introduce en Francia a través del Decreto 27 de noviembre-1 de diciembre de 1790, y sólo se
difunde en Europa a través, o bien después, de las invasiones napoleónicas.
12
Vid. la regulación de los recursos en el Tomo VI de la Novísima Recopilación.
13
Aunque sólo a través del art. 1692.7 de la Ley de Enjuiciamiento Civil de 1881. En las leyes de casación o de nulidad
anteriores no se encuentra dicho motivo.
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imposible– interpretación de lo que debía ser un “documento auténtico”14, hasta acabar finalmente suprimida toda posibilidad legal de denunciar dichos errores en casación con la reforma de 199215, salvo a través de hábiles argumentaciones que les recordaban a los tribunales de casación que la actividad de valoración de la prueba también es jurídica. Por otra parte, también se fue restringiendo el ámbito de la apelación. Comenzaron a surgir en el proceso penal recursos de apelación “con motivos”16, como si fueran recursos de casación, con el ánimo evidente de restringir las posibilidades de impugnación de las sentencias de primera instancia y, ya de paso, el trabajo de los órganos de segunda instancia. Y paralelamente fue encontrando acomodo una habilidosa argumentación jurídica en virtud de la cual, dado que el tribunal de apelación no había presenciado la prueba, dicho tribunal
no podía revisar esa actividad probatoria por respeto a la inmediación de dicho tribunal de primera instancia, que sí que había presenciado la práctica de la prueba17. Tanto se extendió dicha doctrina que hasta el Tribunal Constitucional18 y el Tribunal Supremo19 la hicieron suya, 
14
La jurisprudencia jamás localizó, en cien años, uno solo de esos documentos.
15
Curiosamente, desde 1984 sí que se pudo denunciar aquellos defectos a través del motivo de casación creado ese
año, y que tenía el siguiente tenor: “Error en la apreciación de la prueba, basado en documentos que consten en autos
que demuestren la equivocación del juzgador sin resultar contradichos por otros elementos probatorios.” (art. 1692.4
de la Ley de Enjuiciamiento Civil de 1881 tras la reforma de la Ley 34/1984 de 6 de agosto.
16
Por ejemplo, desde la reforma operada a través de la Ley 7/1988 de 28-12, en el procedimiento penal abreviado
existe un recurso de apelación contra sentencias fundado en motivos (actual art. 790.2 LECrim, antiguo art. 795.2).
Dicha reforma influyó posteriormente en el recurso de apelación en el procedimiento de jurado, que también cuenta
con motivos (vid. art. 846 bis.c LECrim).
17
HENKE, Host-Eberhard, Rechtsfrage oder Tatfrage - eine Frage ohne Antwort? ZZP, 81, 3-4, 1968, p. 323 y ss, y en
España sobre todo por el magistrado BACIGALUPO ZAPATER, Enrique, Presunción de inocencia, “in dubio pro reo” y
recurso de casación, Anuario de Derecho penal y Ciencias Penales, 1988, pp. 29 y ss, influyendo así a la jurisprudencia.
Vid. también MARTÍNEZ ARRIETA, Andrés, El recurso de casación penal. Control de la presunción de inocencia. Granada
1996, pp. 29.
18
Ni siquiera mediante el visionado de la grabación de la prueba. Vid. STC 120/2009, de 18 de mayo, FJ 3: “cuando el
Tribunal de apelación ha de conocer tanto de cuestiones de hecho como de Derecho, y en especial cuando ha de
estudiar en su conjunto la culpabilidad o inocencia del acusado, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos ha
entendido que la apelación no se puede resolver en un proceso justo sin un examen directo y personal del acusado que
niegue haber cometido la infracción considerada punible, de modo que en tales casos el nuevo examen por el Tribunal
de apelación de la declaración de culpabilidad del acusado exige una nueva y total audiencia en presencia del acusado
y los demás interesados o partes adversas (SSTEDH de 26 de mayo de 1988, caso Ekbatani c. Suecia, § 32; 29 de
octubre de 1991, caso Helmers c. Suecia, §§ 36, 37 y 39; 29 de octubre de 1991, caso Jan-Äke Andersson c. Suecia, § 28;
29 de octubre de 1991, caso Fejde c. Suecia, § 32). En este sentido el Tribunal ha declarado también en su Sentencia de
27 de junio de 2000 -caso Constantinescu c. Rumania, §§ 54 y 55, 58 y 59. (…) Más recientemente, en las SSTEDH de 27
de noviembre de 2007, caso Popovici c. Moldavia (§ 71); 16 de diciembre de 2008, caso Bazo González c. España (§ 31);
y 10 de marzo de 2009, caso Igual Coll c. España (§ 37), se reitera que la condena en apelación de quien fue
inicialmente absuelto en una primera instancia en la que se practicaron pruebas personales, sin que hubiera sido oído
personalmente por el Tribunal de apelación ante el que se debatieron cuestiones de hecho afectantes a la declaración
de inocencia o culpabilidad del recurrente, no es conforme con las exigencias de un proceso equitativo tal como es
garantizado por el art. 6.1 del Convenio.
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desestimando cuantos recursos se les interponían por recurrentes que intentaban denunciar una
de las peores injusticias que se puede sufrir en un proceso: la errónea valoración de la prueba. Y
fue completamente indiferente que dicha errónea valoración se manifestara en una inexistente
motivación en los puntos probatorios, o bien que dicha motivación fuera coherente internamente,
pero contrastase completamente con lo que se había presenciado realmente en la prueba. Esos
errores, en su mayoría inferenciales, no fueron considerados como causantes de una defectuosa
motivación de las sentencias y, en consecuencia, de una vulneración de la tutela judicial efectiva.
Al contrario, se permitió, amplia aunque solapadamente, que los jueces no motivaran las
razones de su convicción probatoria20. Bastaba, para pasar el examen de constitucionalidad, que
hubieran manifestado lo que habían dicho los declarantes, pero sin dar razón alguna, salvo
excepciones, de aquello que les hubiera llevado a atribuirles credibilidad21. Se dijo, no sin razón,
que lógicamente el juez no podía decir en la motivación que no creyó en el testigo porque le vió
titubear, o sudar cuando se le hacían determinadas preguntas, o bien que miraba a los ojos del
interrogador cuando respondía. Se argumentaba que la apreciación de todos esos aspectos
pertenecía al fuero interno judicial y que, en esencia, era inmotivable. Y todo ello cuando al mismo
tiempo, ya desde las leyes, se permitía dar por buena la credibilidad de un testigo cuando este
declaraba “clara y determinantemente22, es decir, cuando era la propia ley la que obligaba al juez
a motivar que una persona había declarado con firmeza, a fin de fundamentar su convicción...
Con todo ello, se dejó al margen del juicio probatorio las razones auténticas de la
convicción judicial. Es decir, las llamadas “máximas de experiencia”23 o “reglas de la sana crítica”.
Nunca se concretó cuáles eran dichas máximas, sino que las leyes se contentaban con remitirse a
las mismas. Y la jurisprudencia también, sin concretarlas salvo en supuestos algo excepcionales24.
De ese modo, la posibilidad de revisar un juicio de primera instancia quedó prácticamente
19Vid. STS (Sala 2ª), 12-7-2009, (nº rec. 2049/2008), FD 1: “Pero todo ello por supuesto sin que, en ningún caso, resulte
permisible que nuestra actividad se inmiscuya en la función estrictamente valorativa de la prueba, que corresponde, en
principio, a la soberanía del Tribunal "a quo". Habiéndose afirmado reiteradamente en este sentido que la prueba
practicada en el juicio oral es inmune a la revisión en lo que depende de la inmediación.
20
Vid. las reflexiones en este punto que contiene la citada STC 120/2009, de 18 de mayo, FJ 6.
21
Lo que contradecía lo que exigía una parte la doctrina. Vid. IGARTÚA SALAVERRÍA, Valoración de la prueba,
motivación, y control en el proceso penal, Valencia 1994. pp. 113 y ss. PFITZNER, Thomas, Bindung der
Revisionsgerichte an vorinstanzliche Feststellungen im Strafverfahren, Frankfurt am Main, 1988, pp. 119-120.
MIRANDA ESTRAMPES, Manuel, La mínima actividad probatoria en el proceso penal, Barcelona, 1997, p. 602 y ss.
22
Art. 369 LECrim.
23
STEIN, Friedrich, Das private Wissen des Richters, Leipzig 1893, p. 15.
24
Lo que hizo hablar a TARUFFO, Michele, Libero convincimento del giudice. (I Diritto processuale civile), Enc. giur.
Treccani, vol. XVIII, Roma 1990, p. 4, del “insieme caotico e indeterminato” que constiyen las máximas de experiencia.

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limitada a la crítica de la aplicación del Derecho positivo. O se buscaba una infracción
procedimental o de Derecho sustantivo o, con seguridad, no habría nada que hacer. Con ello,
aunque no fuéramos demasiado conscientes de ello, los tribunales de apelación se acabaron
asemejando cada vez más a tribunales de casación, estando limitados simplemente al análisis de la
aplicación del Derecho positivo o, en el mejor de los casos, de la jurisprudencia. Por fortuna, ese
proceso, en muchos tribunales y gracias a la tenacidad de algunos magistrados, no se culminó,
aunque la jurisprudencia del Tribunal Constitucional antes citada, evidentemente, en nada
ayudaba.
En conclusión, se elevó el valor de la inmediación hasta niveles que, probablemente, no
conoció jamás ninguna otra institución jurídica, ni siquiera la propia Norma constitucional. Se
confió en el buen criterio de los jueces, sin más, aunque pasando por alto que dichos jueces no
tenían la debida instrucción para realizar esa labor, ni probablemente podían tenerla en el estado
de circunstancias en el que trabajaban. Desde luego, no la habían tenido los antiguos jueces. Pero
los actuales tampoco podían poseerla, teniendo en cuenta los temarios de sus oposiciones y las
limitaciones temporales de su instrucción en la Escuela Judicial.
4. Las carencias en la formación de los jueces
La valoración de la prueba es una actividad compleja. Muy compleja, podría llegar a
decirse. Y no puede confiarse para su ejecución en lo mismo que confiaron los legisladores de hace
4.000 años: en el simple buen criterio de los jueces25. Es hermoso pensar que todos los seres
humanos estamos dotados de un especial buen criterio que nos hace tener un sentido de lo justo
en la mayoría de ocasiones, o que nos permite adivinar la realidad de lo ocurrido acudiendo a
nuestra experiencia vital, a falta de cualquier otro conocimiento innato para ejecutar esa labor.
Es falso que ello sea así. Nadie tiene un sentido de lo que es justo en nuestro sistema
jurídico si no ha sido, de algún modo, instruido para ello. Por otra parte, nadie tiene tanta
experiencia como para saber perfectamente quién miente y quién dice la verdad cuando habla. La
sinceridad de las personas es algo que todos hubiéramos querido conocer con facilidad y
25
Vid. El § 9 del Código de Hammurabi: “Si uno que perdió algo lo encuentra en manos de otro, si aquel en cuya mano
se encontró la cosa perdida dice: "Un vendedor me lo vendió y lo compré ante testigos"; y si el dueño del objeto
perdido dice: "Traeré testigos que reconozcan mi cosa perdida", el comprador llevará al vendedor que le vendió y los
testigos de la venta; y el dueño de la cosa perdida llevará los testigos que conozcan su objeto perdido; los jueces
examinarán sus palabras.” Vid. también LARA PEINADO, Federico, Código de Hammurabi, Madrid 1997, p. 8.
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precisión, pero que simplemente no es posible averiguar mirando a la cara de una persona, o
incluso recurriendo a “patrones de mentirosos” que hayamos conocido en el pasado, y que nos
parezca que cuadren con la “actuación” del declarante. Además, la experiencia de cada
observador es distinta, y pese a que hay reacciones físicas muy comunes entre todos los seres
humanos, lo cierto es que cada persona puede reaccionar de forma distinta ante un mismo hecho,
por lo que puede ser tremendamente injusto que quien haga de juez se fíe de esa experiencia
vital, que no pasa de ser pura intuición26.
Podría pensarse que no pueden explicarse las razones por las que una persona nos resulta
convincente. Pero bien al contrario, dichas razones existen y son, en gran medida, explicables.
Como igualmente explicables son los motivos por los que una declaración puede resultar creible. Y
además, si bien el hecho de que una persona se muestre convincente sí puede depender de su
forma de expresarse –por ejemplo, como se dijo, de la firmeza con que lo haga–, la credibilidad no
debe depender de algo que es tan claramente manipulable, como bien sabe cualquier actor.
La credibilidad depende, en realidad, de ese conjunto de conocimientos que se ha solido
designar con el nombre de “máximas de experiencia”. Y cada medio de prueba posee las suyas,
habida cuenta de que cada uno de esos medios depende de una una ciencia indiscutiblemente
experimental que suministra esas máximas. Y lo que hay que hacer es recurrir a dicha ciencia a la
hora de comprender el significado de cada medio de prueba.
En el caso de las declaraciones de personas (partes, testigos y peritos), esa ciencia se ha
venido conociendo con la denominación de “Psicología del testimonio”27, aunque lo que analiza no
son solamente las declaraciones de un testigo, sino también de cualquier persona. Esa ciencia, en
cuyo detalle ahora no puedo entrar, se dirige a examinar no tanto la persona del declarante como
aquello que declara, que sí que puede ser sometido a una valoración claramente objetiva. Vistas
las afirmaciones de una persona, puede comprobarse si las mismas son coherentes internamente,
así como si están contextualizadas en una situación que explica el propio declarante, y que es
asimismo coherente, o bien se trata de un relato aislado de dicha contextualización, que no es
26
Vid. MANZANERO, Antonio L., Psicología del testimonio, Madrid 2008, p. 177 y 196 y ss. Vid. también MUÑOZ
SABATÉ, Lluís, Técnica probatoria, 3ª ed., Barcelona 1993, p. 345.
27
Seguiré a continuación cuanto dicen los profesionales de esta materia, aparte del ya citado MANZANERO, Antonio L.,
Psicología del testimonio, Madrid 2008, vid. también IBABE EROSTARBE, Izaskun, Psicología del testimonio, Donostia
2000. MASIP, Jaume / GERNÁN, Alonso / HERRERO, Carmen, Verdades, mentiras y su detección a partir del
comportamiento no-verbal, en: “AAVV (coord. Garrido / Masip / Herrero), Psicología jurídica”, Madrid 2008, pp. 475 y
ss.
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capaz de recordar. O incluso resulta artificiosa al no estar confirmada por ningún dato objetivo tan
simple como el tiempo o la temperatura aproximada que hacía en el lugar en que sucedieron los
hechos en el momento de su acaecimiento. Además, el relato del declarante debe estar
corroborado por datos que avalen lo que dice, para que no parezca que son producto de su
imaginación. Ello no son más que algunos de los extremos, sorprendentemente objetivos, que
cabe valorar en una declaración para evaluar su credibilidad. Y no puede decirse que los jueces no
los tengan en cuenta, porque muchas veces fundan en ellos sus convicciones. Pero lo que resulta
totalmente necesario es que expliquen las razones de esa convicción siguiendo como guía, entre
otros puntos, los citados, porque son los que utilizan y, probablemente, los únicos que pueden
motivar sin hacer de su convicción algo arcano o incomprensible.
Además, a fin de practicar una declaración eficaz, existen técnicas para realizar el
interrogatorio, que varían según sea la persona del declarante. Todo ello también debería ser
tenido en cuenta en la práctica de esta prueba. Sin embargo, lo que sucede con frecuencia –salvo
en el caso de menores, sujetos de muy avanzada edad, incapaces o personas que han padecido un
shock postraumático– es que se practica el mismo tipo de interrogatorio a todo el mundo, sin
adaptarlo a la persona del declarante. Por ejemplo, suele preferirse la forma interrogativa a la
narrativa a la hora de tomar declaración, cuando resulta claramente preferible esta última desde
cualquier punto de vista.
Pues bien, todo ello debería cambiar. Es mucho más preciso decir que una declaración es
creible porque es coherente, que no “deducir” la convicción de las muecas o de las posturas del
declarante, sin hacer mención de ello en la motivación, simplemente porque ni siquiera es
realmente decoroso hacerlo en muchos casos. Pero para valorar todos los puntos objetivos
anteriores es preciso tener una mínima formación en materia de interrogatorios. Formación que
no concurre en la mayoría de jueces.
Exactamente igual sucede con la prueba pericial28. Desde luego, no puede pretenderse que
el juez posea la formación que tienen los peritos, pero tampoco es en absoluto admisible que
desconozca absolutamente su ciencia. Bien al contrario, el juez debe conocer, aunque sea
someramente, los objetos más frecuentes de pericia en los juzgados, pudiendo así acceder
siquiera a los datos más preliminares que le permitan seguir la declaración de un perito, puesto
28
Vid. NIEVA FENOLL, Jordi, La valoración de la prueba, Madrid 2010, sobre este punto y acerca de los anteriores
referidos a la declaración de personas.
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que de lo contrario es difícil que pueda percibir su credibilidad en la declaración empleando la
técnica antes expuesta. Para obtener esa formación, es imprescindible que tenga una mínima
instrucción de esos contenidos, al menos durante su periodo de prácticas en la Escuela Judicial.
No queda al margen de estas consideraciones la prueba documental. Estamos
acostumbrados a leer un escrito e interpretar su contenido casi literalmente. Pues bien, los
documentos deben ser puestos en su preciso contexto, y además debe analizarse el lenguaje que
emplean para no cometer errores de apreciación. Todo ello lo enseña la argumentación y, sobre
todo la semiótica textual29, acerca de la que los juzgadores, y creo que en general todo jurista,
debería tener formación especializada, habida cuenta de la enorma frecuencia con la que
trabajamos con escritos.
Por último, el reconocimiento judicial emplea la mayoría de las técnicas que han sido
referidas, de un modo u otro, dependiendo del objeto de lo observado. Con dicho reconocimiento
se trata de que el juez vea la realidad de aquello que se le ha sometido como prueba. Pero no
solamente es necesario que lo vea, sino también que lo perciba. Y para percibirlo, precisa
entenderlo. Para ello, las ciencias antes citadas le pueden ser, dependiendo de cada caso, de gran
utilidad.
Todos los anteriores son conocimientos extrajurídicos, ciertamente. Pero nadie ha dicho
que una ciencia agote sus fronteras en su exclusivo ámbito de conocimiento, y mucho menos una
ciencia como el Derecho, que se nutre de lo que paulatinamente va construyendo nuestro tejido
social y natural. Por ello, cualquier jurista debe poseer conocimientos extrajurídicos, pero
especialmente debe cumplir esta máxima un juez, ya que tiene que comprender y juzgar casos de
la vida real. Y en esa vida real son precisos dichos conocimientos, siquiera a un nivel básico.
5.La oralidad y la inmediación como herramientas de exclusión de la intuición en la valoración de
la prueba.
Ha sido explicado anteriormente cómo la introducción de la oralidad propició, de hecho,
que se abriera una puerta a la arbitrariedad a través del predominio de un respeto exacerbado a la
29
PLANTIN, Christian, La argumentación, (trad. Tusón Valls), Barcelona 2008. LO CASCIO, Vincenzo, Gramática de la
argumentación, (trad. Casacuberta), Madrid 1998. VAN EEMEREN, F. H. / GROOTENDORST, R. / SNOECK HENKEMANS,
F., Argumentación: análisis, evaluación, presentación, Buenos Aires 2006. LOZANO, Jorge / PEÑA-MARÍN, Cristina /
ABRIL, Gonzalo, Análisis del discurso, Madrid 2007. CASSANY, Daniel, Tras las líneas, Barcelona 2006.
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inmediación del juzgador de primera instancia.
Pues bien, justamente esas mismas herramientas son las que deberían hacer cambiar el
esquema, y acabar con esa auténtica irracionalidad. La intuición dice que la oralidad y la
inmediación no deben desaparecer de la prueba, pero es necesario explicar las razones de dicha
intuición.
La oralidad es imprescindible para que el juez pueda percibir por sí mismo los resultados de
la prueba, sin ninguna clase de intermediarios. En primer lugar, tiene que ver al declarante, pero
no porque así podrá observar mejor sus reacciones, puesto que no está formado para ello y
difícilmente podría estarlo, si los propios profesionales de la psicología del testimonio ponen muy
en duda que las reacciones somáticas sirvan para interpretar la credibilidad de un declarante30.
La utilidad de que el juez tenga delante al declarante es que podrá controlar que el
interrogatorio se realice de la debida forma, admitiendo o rechazando las preguntas que se le
formulen, o incluso formulando sus propias preguntas. Por supuesto, también debe garantizar que
el declarante sea respetado en su interrogatorio, no haciéndole pasar por situaciones límite que
tienen el único objetivo de ponerle entre la espada y la pared haciéndole declarar lo que quiere el
interrogador. En suma, se trata de evitar algo parecido a lo que ocurre con la tortura: que el
interrogado acabe diciendo lo que desea el interrogador para acabar con el padecimiento. Todo
interrogador sabe que si insiste mucho y desarma emocionalmente al interrogado, éste dirá lo que
él quiera. El juez debe evitar que eso llegue a ocurrir, porque por más que lo hayamos visto mil
veces en el cine, ello no es en absoluto necesario para comprobar la credibilidad de una
declaración. Es muy espectacular, pero sirve de muy poco en realidad, porque el interrogado que
ha perdido la calma, finalmente puede no saber ni lo que está diciendo.
Con lo anterior se explica la utilidad de la inmediación en las pruebas de declaraciones de
personas, incluida la prueba pericial con la declaración del perito. Pero la inmediación que
proporciona la oralidad también es útil en la prueba documental, aunque en otro sentido. En la
prueba documental no está declarando nadie oralmente, pero sí que se producirá la circunstancia,
casi siempre, de que los abogados realizarán sus interpretaciones del documento en la fase de
conclusiones del proceso. Pues bien, es el momento para que el juez debata con los abogados
sobre dichas interpretaciones, sin perjuicio, por supuesto, de utilizar el resto de medios de prueba
30
MANZANERO, Psicología del testimonio, cit. p. 177.
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a esos mismos fines. Pero lo que deseo destacar es que la oralidad también es útil en la prueba
documental. En la tantas veces despreciada fase de conclusiones, el juez tendría que ser el que
tuviera un papel más activo. Ha presenciado toda la prueba, y con seguridad ya tendrá una serie
de conclusiones y algunas –o muchas– dudas. Es el momento en que el juez abandone su posición
de silente observador31 y debata con los abogados de las partes sobre dichas dudas, para evitar
aplicar el siempre discutible mecanismo de la carga de la prueba32.
En la prueba documental ello puede ser muy útil. No tiene sentido confiar en que el juez ya
leerá en privado el documento e interpretará lo más justo, si el documento no tiene una fácil
interpretación y lo mejor es que se discuta oralmente en el proceso, con iguales oportunidades
para todos, sobre dicha interpretación.
Con todo ello, el margen de la intuición ya es, finalmente, estrechísimo. Todas las posibles
conclusiones del juez y de las partes habrán sido debidamente debatidas en el proceso. Y, además,
el juzgador habrá podido examinar directamente a los declarantes de la manera ya indicada. Y
basándose en ello, podrá motivar debidamente su sentencia.
Si, finalmente, el juez explica todo ello en su motivación, carece de toda razón de ser que
su juicio probatorio no sea criticable en una ulterior instancia, porque el juez ad quem podrá
examinar dichas razones, comprobando si las inferencias están debidamente construidas. Es decir,
controlando el uso de las máximas de experiencia. Si además de ello se grabaron las vistas en las
que se practicó la prueba, el tribunal superior ya no tendrá excusa33 para decir que no puede
inmiscuirse en lo que convenció al juzgador de primera instancia, puesto que sabe perfectamente
lo que le llevó a esa convicción, porque lo habrá explicado el juez, y hasta puede ver la filmación
de lo ocurrido durante la vista. Y si el juzgador no explicó esas razones en su motivación, la
resolución estará carente de la misma y, por tanto, deberá ser revocada. Y que no pueda practicar
prueba el juez ad quem, o que sólo pueda hacerlo de forma limitada, no es óbice a todo lo que se
está diciendo. Modernamente se ha asumido que los recursos asumen una función de revisio
prioris instantiae, y no de novum iudicium, como había sido antiguamente. Pues bien, para que esa
31
Que de hecho no debiera tener en absoluto, puesto que la imparcialidad se mantiene y defiende de otras muchas
formas, entre ellas resolviendo el caso con objetividad y plena información, y no manteniéndose pasivo. Vid. RAMOS
MÉNDEZ, Francisco, Enjuiciamiento civil, I, Barcelona 2008, p. 632.
32
Dicho debate está previsto en la legislación alemana. Vid. §279.III ZPO: “Im Anschluss an die Beweisaufnahme hat
das Gericht erneut den Sach- und Streitstand und, soweit bereits möglich, das Ergebnis der Beweisaufnahme mit den
Parteien zu erörtern.
33
Pese a lo que declara la jurisprudencia citada anteriormente.
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revisión se haga realmente es precisa, no sólo la oralidad, sino la inmediación y la motivación de
todas las razones de la convicción del juez, y que la inmediación le permitió adquirir.
De esta forma, la inmediación ya no será una barrera para los recurrentes, o para los
tribunales ad quem, sino que pasará a ser lo que nunca debió dejar de ser: una garantía para el
mejor juicio del justiciable. El proceso en el que el juez ha inmediado realmente, y no sólo
formalmente, es un proceso en el que el juez cumplió su función. Si la inmediación lo único que
consigue es que el juez esté en la sala de justicia observándolo todo, pero silente por completo, la
inmediación carece de toda razón de ser.
Cierto es que con esta forma de entender la inmediación pueden producirse abusos
intervencionistas del juez, que quiebren su imparcialidad34. No importa, si dichos abusos han sido
recogidos, como indiqué, en la grabación del juicio, y pueden ser denunciados en la ulterior
instancia. Ello constituye una nueva garantía de que el juez, o participa debidamente en el proceso
y aprovecha realmente la actividad probatoria, o podrá ser revocado su juicio si lo único que hizo
fue conducir la prueba hacia el resultado que él quería.
Precisamente ese desastre es muy sencillo de perpetrar si la superior instancia expresa un
reverencial respeto por una mal entendida inmediación, porque de esa forma sí que se rompe
definitivamente la imparcialidad judicial. Pero si, bien al contrario, se controla debidamente su
uso, será mucho menos probable que se observen algunos abusos en esta materia que, por
desgracia, actualmente acaecen ante algunos órganos de primera instancia. Y con el beneplácito
de los tribunales superiores, a consecuencia de la jurisprudencia sobre la inmediación antes
referida. Ello propicia, nuevamente en la historia, una situación en la que se hace caer a la prueba
en una irracionalidad, exactamente igual que acaeció en su día con la llamada “prueba legal”35. Se
permite de ese modo que una conclusión arbitraria pueda devenir inatacable. Y se puede llegar al
extremo de que ni siquiera se pueda poner en cuestión la vulneración del derecho fundamental al
juez imparcial, al no poder discutir las conclusiones probatorias de dicho juez que, junto con su
34
Vid. TARUFFO, Michele, La semplice verità, Bari 2009, pp. 121-122. NIEVA FENOLL, La valoración de la prueba, cit. pp.
174 y ss.
35
BENTHAM, Jérémie, Traité des preuves judiciaires, Paris 1823, p. 9. “…on remonte à l'origine de ces règles si gênantes
et si peu raisonnables, de cette variété de tribunaux qui ont chacun leur système et qui multiplient si étrangement les
questions de compétence, de ces fictions puériles qui mêlent sans cesse l'œuvre du mensonge à la recherche de la
vérité. L'histoire de cette jurisprudence est le contraire de celle des autres sciences : dans les sciences , on va toujours
en simplifiant les procédés de ses prédécesseurs ; dans la jurisprudence, on va toujours en les compliquant davantage.
Les arts se perfectionnent en produisant plus d'effets par des moyens plus faciles ; la jurisprudence s'est détériorée en
multipliant les moyens et en diminuant les effets.
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actuación durante el proceso, evidencian dicha parcialidad.
La única forma de evitarlo es el debido funcionamiento de los recursos establecidos
legalmente. Cuantas más barreras se dispongan a la cognición de dichos recursos, más sencillo
resultará que se produzcan toda clase de injusticias derivadas, precisamente, de esa ausencia de
imparcialidad.
6. Conclusiones
- La oralidad no es la solución a todos los problemas del proceso. En materia probatoria en
concreto, si bien sus bondades son innegables, puede convertirse en una herramienta que
favorezca la precipitación en la convicción del juez.
- Por ello, la oralidad no puede convertirse en un mecanismo para resolver rápido, sino en
una útil herramienta a fin de que el juez aproveche sus ventajas implicándose en la práctica de la
prueba, resolviendo las dudas que le surjan, cuidando al mismo tiempo de no perder su
imparcialidad.
- La principal ventaja de la inmediación es la ya referida participación activa del juez
durante la práctica de la prueba, que permite que la motivación de las sentencias sea
perfectamente explicable, al haber adquirido el juez, previo debate con las partes, razones
verdaderamente tangibles en las que basar sus inferencias.
- La inmediación no puede convertirse en un mecanismo para evitar la recurribilidad de las
sentencias. Bien al contrario, debe ser la clave para favorecer dicha recurribilidad, con la mejor
adquisición de la convicción por parte del juez en la forma referida, y con su mejor motivación.
- Es imprescindible mejorar la instrucción de los jueces en materia probatoria, saliendo de
lo estrictamente procedimental y avanzando en el camino de las ciencias que suministran las
máximas de experiencia que precisa el juzgador, como la psicología del testimonio o la semiótica
textual.

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