La confirmación procesal
y la imparcialidad judicial
Alvarado Velloso, Adolfo
Publicado en: Sup. Doctrina Judicial
Procesal 2010 (julio), 28
Sumario: I.
Introducción.- II. El concepto de confirmación y su relación con el vocablo
prueba.- III. Los problemas filosófico-políticos de la confirmación procesal.-
IV. La incumbencia de la confirmación
I. Introducción
El sistema inquisitivo de enjuiciamiento que está inserto en
casi toda América latina desde siempre (aunque algunas veces notablemente
disfrazado de dispositivismo atenuado en lo civil), espera de los jueces que lo
practican un esforzado averiguamiento la verdad de lo acontecido en el plano de
la realidad social (más allá de lo que los propios interesados -las partes
procesales- quieran sostener o confirmar al respecto) para lograr hacer
justicia a todo trance en cada caso concreto.
A este efecto, aplican sus facultades-deberes (¿?) de producir
oficiosamente la prueba del caso ordenando al efecto medidas para mejor proveer
o actuando directamente en forma oficiosa...
Para comprender la crítica que se hará luego acerca de tales
deberes, creo imprescindible detenerme antes en:
II. El concepto de confirmación y su relación con el
vocablo prueba
Al igual que otras muchas palabras que se utilizan
cotidianamente en el Derecho, el vocablo prueba ostenta un obvio carácter
multívoco y, por tanto, causa equivocidad al intérprete y extraordinaria
perplejidad al estudiante.
En efecto: si castizamente el verbo probar significa examinar
las cualidades de una persona o cosa y su resultado es demostrar la verdad de
una proposición referida a esa persona o cosa —y a salvo su tercera acepción
vulgar de justificar, manifestar y hacer patente la certeza de un hecho o la
verdad de una cosa, con razones, instrumentos o testigos— parece que es, al
menos, excesiva la extensión que desde antaño se ha dado en el derecho a la
palabra prueba.
Y así, se la usa con diversos significados que muestran entre
sí claras diferencias sustanciales que no pueden ser toleradas por la
inteligencia media.
Una rápida visión panorámica por la doctrina autoral nos
muestra que hay quienes asignan a la palabra prueba un exacto significado
científico (aseveración incontestable y, como tal, no opinable), en tanto que
muchos otros —ingresando ya en el campo del puro subjetivismo y, por ende, de
la opinabilidad— hablan de:
- acreditación (semánticamente es hacer digna de crédito
alguna cosa), y de
- verificación (es comprobar la verdad de algo), y de
- comprobación (es revisar la verdad o exactitud de un hecho),
y de
- búsqueda de la verdad real, de certeza (conocimiento seguro
y claro de alguna cosa), y de
- convicción (resultado de precisar a uno, con razones
eficaces, a que mude de dictamen o abandone el que sostenía por convencimiento
logrado a base de tales razones; en otras palabras, aceptar una cosa de manera
tal que, racionalmente, no pueda ser negada), etcétera.
En estas condiciones, haciendo un uso extensivo del vocablo
que, así, resulta omnicomprensivo de muchos significados que ostentan
diferencias de matices que se exhiben tanto como sustanciales cuanto como
levemente sutiles, los códigos mezclan el medio (y el resultado) de la prueba
pericial, por ejemplo, con el medio confesional, el documental con el
testimonial, etcétera, y —para mayor confusión— no otorgan paralelamente al
juzgador reglas claras para efectuar una adecuada valoración acerca de lo que
en realidad puede obtenerse como resultado confiable con cada uno de tales
medios, que se muestran siempre harto disímiles entre sí.
Insisto en ello: la experiencia judicial enseña que la
confesión ha dejado de ser la prueba por excelencia: ¡cuántos padres asumen la
autoría de delitos cometidos por sus hijos, confesándola espontáneamente para
salvarlos de una segura prisión que admiten cumplir por amor o como deber
emergente de la paternidad! O, inmoralmente, cuántas personas aceptan ir a la
cárcel por dinero que le abonan los verdaderos autores de los delitos imputados
y que aquéllas confiesan haber cometido en homenaje a concretar un vil negocio!
Y con estos ejemplos de rigurosa actualidad, ¿puede decirse
seriamente que esta "prueba" es segura a punto tal de erigirse en la
más eficaz de todas las "pruebas" (la probatio probatissima)?
El derecho procesal penal acepta desde hace ya muchos años que
la confesión no es un verdadero medio de prueba —cual lo sostienen alegremente
todos los procesalistas civiles— sino un medio de defensa que puede o no
esgrimir el imputado a su exclusiva voluntad... Otro ejemplo de la relatividad
del "medio probatorio" puede verse en el testimonio de terceros: ¿hay
algo más cambiante y menos convincente que la declaración de un tercero
procesal que muchas veces se muestra teñida de clara o de velada parcialidad?
O, sin llegar a ello, condicionada por o sujeta a un cúmulo de imponderables
que resultan por completo ajenos al juzgador?
Para demostrar tal relatividad, recuerdo que en el año de
1880, el codificador procesal de Santa Fe, en la Argentina, legisló en norma
todavía vigente:
"La admisibilidad de la prueba testimonial no puede ser
objeto de controversias. Los jueces deberán decretar siempre el examen de los
testigos, sea cual fuere su opinión al respecto"(1).
¿Y qué decir de la tan fácilmente posible adulteración de
documentos escritos o de registraciones fotográficas o visuales, de fotocopias,
etcétera?
Como se ve, el tema es de la mayor importancia y exige una
adecuada explicación.
En el plano de la pura lógica, cuando una afirmación
cualquiera (el cielo es azul, por ejemplo) es contestada (negada: por ejemplo,
el cielo no es azul) por alguien, pierde de inmediato la calidad de verdad
definitiva con la cual pudo ser expresada y se convierte, automáticamente, en
una simple proposición que requiere ser demostrada por quien desea sostenerla (2).
No puede escapársele al lector —dados los alcances de la
ciencia actual— que, por otra parte, existen afirmaciones científicas
definitivamente incontestables: por ejemplo, la existencia de la ley de
gravedad, la rotación del planeta alrededor del sol, etcétera.
Adviértase que si se lanza un objeto hacia el cielo, por
ejemplo, inexorablemente caerá: una o un millón de veces (en rigor, tantas
cuantas se arroje el objeto).
Esto permite la formulación de una ley física cuya existencia
se probará siempre, en todo tiempo, en todo lugar y por toda persona, sin
admitir jamás la posibilidad de la coexistencia de opiniones encontradas acerca
de ella, pues el estado de la ciencia no lo admite.
Lo mismo ocurre, por ejemplo, si se desea verificar el
movimiento de la Tierra: Galileo Galilei ya no podría tener contestatarios...
En ambos casos, hay una prueba científica acerca de la
proposición.
Compare ahora el lector estos resultados incontestables con el
que arrojan cuatro testimoniales acerca de un mismo hecho: la experiencia
judicial demuestra hasta el hartazgo que, aun si los testigos obran de buena
fe, darán versiones distintas y, muchas veces, claramente antagónicas (recuerde
el lector la magnífica obra de Marco Denevi "Rosaura a las 10"(3) y
comprobará cuán exacta es esta afirmación).
Y es que, además de que cada testigo es él y sus propias
circunstancias (su salud, su cultura, su educación, su inteligencia, su agudeza
mental y visual, su poder de observación, etcétera), resulta que un testigo
puede ver un hecho desde un ángulo diferente al que ocupa otro para ver el
mismo hecho.
Esto es corriente en el ámbito judicial cuando —desde cuatro
esquinas de una misma bocacalle, por ejemplo— cuatro personas presencian un
accidente de tránsito. Interrogadas testimonialmente al respecto, presentarán
siempre versiones que pueden ser muy diferentes y que —esto es importante de
destacar— pueden ser todas reales aunque luzcan antagónicas.
Y es que son subjetivamente reales, toda vez que en tanto uno
vio el choque desde el norte, por ejemplo, otro lo vio desde el sur.
Y parece obvio señalar que, en tales circunstancias, ambos
testigos vieron de verdad cosas realmente diferentes.
Esta enorme diferencia conceptual existente entre los diversos
"medios de prueba" hace que la más moderna doctrina se abstenga de
utilizar dicha palabra prueba y prefiera el uso del vocablo confirmación
(significa reafirmar su probabilidad): en rigor, una afirmación negada se
confirma con diversos medios que pueden generar convicción (no certeza o
crédito) a un juzgador en tanto que no la generan en otro.
De tal modo, no necesariamente se confirma siempre con prueba
científica (o prueba propiamente dicha) que no admite opinabilidad alguna.
Ya se verá más adelante cuántas implicaciones técnicas tiene
la adopción de la palabra confirmar, dándole a ella el amplio sentido que en el
derecho ha tenido hasta ahora la palabra probar.
III. Los problemas filosófico-políticos de la confirmación
Varios y disímiles son los problemas que muestra el tema
cuando se pretende conocerlo en toda su extensión.
El primero de ellos —filosóficamente, el más importante y,
políticamente, el más contradictorio— se vincula con la asignación del papel
que le toca cumplir al juzgador respecto de la actividad de confirmar los
hechos: se trata de determinar a priori —desde la propia ley— cuál debe ser su
actuación procesal en cuanto a la búsqueda y captación de los hechos
litigiosos.
El segundo de los problemas aludidos tiene que ver con los
deberes y facultades que los jueces deben o pueden ejercitar durante el
desarrollo de la etapa confirmatoria.
Los trataré a continuación.
II.1. La política legislativa en cuanto a la confirmación
procesal
Analizando la actividad que debe cumplir el juzgador en la
etapa confirmatoria (o probatoria, en el lenguaje habitual), la doctrina y las
diferentes leyes han establecido parámetros muy disímiles en orden a la filosofía
que inspira al legislador de una normativa dada.
En otras palabras: son distintas las respuestas que pueden
darse en cuanto a la tarea que debe cumplir el juzgador en la etapa
confirmatoria, debatiéndose acerca de si le toca
- verificar los hechos, o bien si debe
- comprobarlos, o
- acreditarlos, o
- buscar la certeza de su existencia o
- la verdad real de lo acontecido en el plano de la realidad
o, más simplemente,
- contentarse con lograr una mera convicción acerca de los
hechos controvertidos en el litigio (advierta el lector la correspondencia
existente entre estas posibles actividades y las referencias efectuadas en
cuanto al concepto de prueba en el número anterior).
Por cierto, entre cada una de estas tantas inocentes palabras
—que se presentan como equipolentes en el lenguaje diario— existe diferencia
sustancial.
En rigor, un mundo de distancia que separa inconciliablemente
a quienes practican el autoritarismo (4)
procesal (clara muestra de totalitarismo político) —que los hay, y muchos— de
quienes sostienen que el proceso no es medio de control social o de opresión
sino que es garantía de libertad en un plano constitucional.
Esta dicotomía no es novedosa, ya que tiene profundas
raigambres en la historia, tanto antigua como reciente.
En la actualidad, los bandos antagónicos se hallan claramente
configurados: decisionistas y garantistas, tal como es de pública notoriedad en
el ambiente académico procesal.
III.2. La actividad del juzgador en la etapa confirmatoria
El tema merece una aclaración previa pues éste es el que mejor
permite explicar cómo se ha llegado a una situación de crudo enfrentamiento
doctrinal, toda vez que ahora cabe definir y ampliar o limitar la actividad de
los jueces en cuanto a la tarea de confirmar procesalmente.
Para que se entienda cabalmente el tema, es menester recordar
muy brevemente la historia de los sistemas de enjuiciamiento: dispositivo o
acusatorio e inquisitivo o inquisitorio.
Durante casi toda la historia del Derecho —en rigor, hasta la
adopción irrestricta del sistema inquisitivo como perverso método de
enjuiciamiento, admitido políticamente y justificado filosófica y jurídicamente
durante más de ¡quinientos años!— se aceptó en forma pacífica y en todo el
universo entonces conocido que al juzgador —actuando dentro de un sistema
dispositivo— sólo tocaba establecer en su sentencia la fijación de los hechos
(entendiéndose por tal la definición de aquéllos acerca de los cuales logró
durante el proceso la convicción de su existencia, sin que preocupara en
demasía a este sistema si los así aceptados coincidían exactamente con los
acaecidos en el plano de la realidad social) y, luego, aplicar a tales hechos
la norma jurídica correspondiente a la pretensión deducida.
La irrupción del sistema inquisitivo generó entre sus
rápidamente numerosos partidarios una acerba crítica respecto de esta
posibilidad de no coincidencia entre los hechos aceptados como tales en el
proceso y los cumplidos en la realidad.
Y ésta fue la causa de que la doctrina comenzara a elaborar
larga distinción entre lo que los autores llamaron la verdad formal (la que
surge de la sentencia por la simple fijación de hechos efectuada por el juez a
base de su propia convicción) (específica del sistema dispositivo) y la verdad
real (la que establece la plena y perfecta coincidencia entre lo sentenciado y
lo ocurrido en el plano de la realidad) (ilusión propia del sistema
inquisitivo).
Por supuesto, la función del juzgador cambia radicalmente en
uno y otro sistema:
a) en tanto en el primero el juez sólo debe buscar —con clara
imparcialidad en su actuación— el otorgamiento de certeza a las relaciones
jurídicas a partir de las posiciones encontradas de los litigantes (aceptando
sin más lo que ellos mismos aceptan acerca de cuáles son los hechos sobre los
cuales discuten), con lo que se logra aquietar en lo posible los ánimos
encontrados para recuperar la paz social perdida,
b) en el segundo el juez actúa —comprometiendo su
imparcialidad— como un verdadero investigador en orden a procurar la Verdad
para lograr con ella hacer Justicia conforme con lo que él mismo entiende que
es ese valor, convirtiéndose así en una rara mezcla del justiciero Robin Hood,
del detective Sherlock Holmes y del buen juez Magnaud...
El tema no sólo es fascinante. Es preocupante. Gravemente
preocupante.
Quienes aconsejan adoptar legislativamente la figura del juez
investigador lo hacen partiendo de la base de que la Verdad y la Justicia son
valores absolutos.
El asunto no es novedoso: el pensamiento griego se ocupó
largamente de él al plantear los problemas axiológicos, entre los cuales cabe
recordar uno de los de mayor importancia: ¿puede decirse que los valores de la
vida valen por sí mismos, esencialmente, o, por lo contrario, que valen tan
solo porque alguien los valora...?
En otras palabras: los valores, como tales, ¿son absolutos o
relativos? (Una puesta de sol o la Gioconda, por ejemplo, ¿son absoluta y
esencialmente bellas o son bellas relativamente para mí, que las encuentro
bellas, en tanto que pueden no serlo para otro?).
Traído el problema al terreno judicial parece fácil de
resolver.
En efecto: piénsese en un juzgador justiciero que, con
rectitud y honestidad de espíritu, hace todo lo que está a su alcance para
llegar a la verdad real de los hechos sometidos a su juzgamiento.
Y, después de ardua búsqueda, cree haber logrado esa verdad
—en rigor, la Verdad, única y con mayúsculas— y, a base de ella, emite su
fallo, por ejemplo, absolviendo al demandado o reo.
Adviértase que esta óptica muestra a la Verdad como un valor
absoluto. De tal modo, la Verdad es una e idéntica en todo tiempo y lugar y
para todas las personas por igual.
Piénsese también en que ese fallo es impugnado por el
demandante o acusador perdidoso y, así, elevado el asunto a un tribunal
superior donde también hay juzgadores justicieros, con igual o mayor rectitud y
honestidad de espíritu que el juez inferior.
Imagínese ahora que tales juzgadores, después de ardua
búsqueda, creen haber llegado por ellos mismos a la Verdad —otra vez con
mayúscula— que, lamentablemente, no coincide con la que había pregonado el
inferior... Y, de tal manera, revocan su sentencia y, en su lugar, condenan al
demandado o reo.
Y parece obvio destacar que la segunda Verdad debe privar por
sobre la primera Verdad, por simple adecuación lógica del caso a la
verticalidad propia de los estamentos que integran el Poder Judicial, en el
cual la Verdad será sólo la que declare el último juzgador previsto como tal en
el sistema de que se trate....
Lo primero que se le ocurrirá a quien esto advierta —de
seguro— es que lógicamente no pueden coexistir dos Verdades antagónicas acerca
de un mismo tema, a menos que, en lugar de ser la Verdad, ambas sean la simple
verdad de cada uno de los juzgadores (en rigor, sus verdades, que pueden o no
coincidir con la Verdad).
Repárese en que, desde esta óptica, la verdad es un valor
relativo y, como tal, cambiante en el tiempo, en el espacio y entre los
diferentes hombres que hablan de ella. Esta aseveración es bíblica (5) y
lo que allí se relata está vigente hasta hoy inclusive.
Igual adjetivación puede usarse con el criterio de justicia.
De tal modo, lo que es justo para uno puede no serlo para otro
o lo que fue justo en el pasado o aquí puede no serlo en el presente o allá.
En otras palabras, hay tantas verdades o justicias como
personas pretenden definirlas (recuérdese, por ejemplo, que Aristóteles
justificó la esclavitud... ¿Quién piensa lo mismo hoy?).
El problema ejemplificado excede el marco de una explicación
lineal del tema. Pero sirve para comprender cabalmente que la simple
posibilidad de que el juzgador superior revoque la decisión del juzgador
inferior muestra que la verdad (así, con minúscula) es un valor relativo.
Si esto es correcto —y creo firmemente que lo es— ¿cómo puede
implementarse un sistema judicial en el cual se imponga al juez actuante el
deber de buscar la verdad real...? ¿Cuál es la lógica de tan imprudente
imposición?
Sin embargo, exactamente eso ha ocurrido en casi todas las
legislaciones procesales (civiles y penales) del continente con el auspicio de
importantes nombres de autores de prestigio que, increíblemente, continúan
pontificando acerca de la necesidad de brindar más y mayores potestades a los
jueces para buscar esa Verdad, a todas luces inalcanzable...
Soslayando momentáneamente la exposición, debo decir aquí y
ahora que ese continuo otorgamiento de mayores facultades a los jueces ha
convertido a muchos de ellos en normadores primarios, alejándolos del formalismo
propio del sistema de la dogmática jurídica, donde deben actuar exclusivamente
como normadores secundarios (creando la ley sólo cuando ella no está
preordenada por el legislador).
Y esto ha traído enorme desconcierto en los justiciables, que
se enfrentan no con un sistema que permite prever las eventuales soluciones de
los jueces, sino con una suerte de realismo jurídico absolutamente
impredecible, en el cual cada juzgador —no sintiéndose vinculado a orden
jurídico alguno— hace literalmente lo que quiere... Cual el cadí.
Sentadas estas ideas básicas para la plena comprensión del
tema, sigo adelante con su explicación.
En razón de que el objeto del proceso es la sentencia, en la
cual el juzgador debe normar específicamente (aplicando siempre la ley preexistente
o creándola al efecto en caso de inexistencia) el caso justiciable presentado a
su decisión, parece obvio señalar que debe contar para ello con un adecuado
conocimiento del litigio a efectos de poder cumplir con su deber de resolverlo.
Por cierto, todo litigio parte siempre —y no puede ser de otra
manera—de la afirmación de un hecho como acaecido en el plano de la realidad
social (por ejemplo: le vendí a Juan una cosa, la entregué y no me fue pagada;
Pedro me hurtó algo), hecho al cual el actor (o el acusador penal) encuadra en
una norma legal (...quien compra una cosa debe abonar su precio; el que
hurtare...).
Y, a base de tal encuadramiento, pretende (recuérdese que
—lógicamente— no puede haber demanda civil ni acusación penal sin pretensión)
el dictado de una sentencia favorable a su propio interés: que el juzgador
condene al comprador a pagar el precio de la cosa vendida o a cumplir una
pena...
Insisto particular y vivamente en esto: no hay litigio (civil
o penal) sin hechos afirmados que le sirvan de sustento.
De tal forma, el juzgador debe actuar en forma idéntica a lo
que hace un historiador cualquiera para cumplir su actividad: colocado en el
presente debe analizar hechos que se dicen cumplidos en el pasado. Pero de aquí
en más, las tareas de juzgador e historiador se diferencian radicalmente: en
tanto éste puede darse por contento con los hechos de cuya existencia se ha
convencido —y, por ello, los muestra y glosa— el juzgador debe encuadrarlos
necesariamente en una norma jurídica (creada o a crear) y, a base de tal
encuadramiento, ha de normar de modo imperativo para lo futuro, declarando un
derecho y, en su caso, condenando a alguien al cumplimiento de una cierta
conducta.
En otras palabras y para hacer más sencilla la frase: el
juzgador analiza en el presente los hechos acaecidos en el pasado y, una vez
convencido de ellos, dicta una norma jurídica individualizada que regirá en el
futuro para todas las partes en litigio, sus sucesores y sustitutos procesales.
Huelga decir, finalmente, que un juez que sale oficiosamente a
confirmar (o probar) las afirmaciones que ha hecho una parte procesal y que han
sido negadas por la otra, en aras de encontrar la Verdad resplandeciente y
final, pertenece por derecho propio a lo más granado del elitismo inquisitorial.
Y este juez es, precisamente, el que se concibe como el
paradigma de la tendencia doctrinal que se ha apropiado de nuestros
ordenamientos procesales civiles (vía prueba oficiosa o en calidad de medidas
para mejor proveer) y que, además, busca lograr la meta de la Justicia aun con
desmedro del método de discusión.
IV. La incumbencia de la confirmación (quién debe
confirmar)
Si al momento de sentenciar, el juez ignora a quién debe dar
la razón cuando se encuentra con versiones antagónicas entre sí y que han sido
esgrimidas acerca de un mismo hecho por ambas partes en litigio, es menester
proporcionarle legalmente reglas claras a las cuales deba sujetarse en el
supuesto de no lograr convicción acerca de la primacía de una de las versiones
por sobre la otra.
Pues bien: el problema de determinar a quién le incumbe
aportar al proceso la confirmación de los hechos afirmados por una de las
partes y negados por la otra (itero que esos son los hechos controvertidos) es
tan antiguo como el derecho mismo y ha preocupado por igual a la doctrina y a
la jurisprudencia de todos los tiempos.
Parece ser que en los juzgamientos efectuados en los primeros
períodos del desenvolvimiento del derecho romano, el pretor o el magistrado
—luego de conocer cuáles eran los hechos susceptibles de ser confirmados—
convocaba a las partes litigantes a una audiencia para establecer allí a quién
le incumbía hacerlo sobre la exclusiva base de la mejor posibilidad de
confirmar cada uno de los hechos controvertidos.
De aquí en más pesaba en el propio interés particular de cada
litigante el confirmar el hecho atribuido por el magistrado, so pena de tenerlo
por inexistente al momento de sentenciar.
Llegada la oportunidad de resolver el litigio, si el
magistrado encontraba que carecía de hechos (en rigor de verdad, de
confirmación —o prueba— acerca de esos hechos) o de norma que pudiera aplicar
clara y directamente al caso, pronunciaba una frase que terminaba el proceso
dejando subsistente el conflicto que lo había originado.
A este efecto, decía non liqueat —no lo veo claro (6)—
y, por ello, se abstenía de emitir sentencia (si bien se piensa ese no
juzgamiento es lo que se conoce doctrinalmente con el nombre de
sobreseimiento).
Pero en algún momento de la historia fue menester cambiar la
pauta relativa a la mejor posibilidad o facilidad de confirmar pues ella estaba
—está— conformada por criterios de pura subjetividad y, por ende, de total
relatividad: adviértase que lo que puede resultar fácticamente sencillo de
hacer para uno puede ser imposible para otro.
Cuando el pretor dejó de establecer en cada caso concreto a
quién incumbía la tarea de confirmar a base de la facilidad que tenía para
hacerlo y se generó una regla de carácter general, la cosa cambió: ahora, la
incumbencia de "probar" (confirmar) comenzó a pesar exclusiva y
objetivamente en cabeza del propio actor o pretendiente (en rigor, quien había
afirmado el hecho litigioso y no del que lo había negado, por sencillo que le
resultara "probar" lo contrario).
Y ello quedó plasmado en el brocárdico el que afirma, prueba,
de uso judicial todavía en la actualidad.
A mediados del siglo XIX, el codificador argentino advirtió el
grave problema que entraña la posibilidad de emitir un pronunciamiento non liqueat
y decidió terminar con ella.
Y así, estableció en el art. 15 del Código Civil que
"Los jueces no pueden dejar de juzgar bajo el pretexto de
silencio, oscuridad o insuficiencia de las leyes".
Otro tanto ha ocurrido en casi todos los países de América latina.
No obstante tal disposición, el problema se mantuvo idéntico
pues la norma transcrita resolvió qué hacer en caso de carencia de derecho pero
dejó irresuelto el supuesto de carencia de hechos o, mejor aún, de carencia de
prueba acerca de esos hechos.
Y ello porque la regla que establece que el que afirma es el
que debe probar en el proceso resultó incompleta por su extremada y excesiva
latitud.
Otro tanto ocurre respecto del llamado hecho negativo.
Ya que, según se ve, el problema no fue resuelto por el
codificador, la doctrina procesalista ha debido encarar el tema y buscar su
solución a base de pautas concretas y de pura objetividad.
Para ello se han sustentado diversas teorías, defendidas y
criticadas con ahínco por los estudiosos que se han ocupado del tema.
Y entre ellas, comenzando por reiterar algunas de las ya
mencionadas al presentar el problema, se ha dicho que incumbe la carga
confirmatoria:
a) al actor en todos los casos, pero le otorga esta calidad al
demandado en cuanto a sus excepciones;
b) a quien afirma un hecho y no al que simplemente lo niega;
c) al actor respecto de los hechos en que se basan sus
pretensiones, y al demandado en cuanto los que justifican sus excepciones;
d) a quien alega un hecho anormal respecto del estado habitual
de las cosas, ya que la normalidad se presume lógicamente;
e) a quien pretende innovar en una relación cualquiera,
entendiendo con ello que lo que se modifica es la normalidad;
f) a cada una de las partes respecto de los presupuestos de
hecho de la norma jurídica que le es favorable (esta tesis ha sido recibida y
es norma expresa en la mayoría de las legislaciones contemporáneas). En rigor
de verdad, si se comprende sistémicamente su significado y no se la deforma
para forzar su aplicación, la norma que consagra esta teoría es más que
suficiente para que todo el mundo sepa a qué atenerse;
g) a quien busca lograr un cierto efecto jurídico;
h) a quien en su interés debe ser considerado como verdadero
un hecho afirmado;
i) a quien afirma un cierto tipo de hecho, que luego explicaré
con detenimiento.
En general, nada de ello ha servido para lograr hacer sencilla
la obvia regla de juzgamiento implícita en la determinación de la incumbencia
de la carga de confirmar.
Antes bien, todas las tesis reseñadas han sido desinterpretadas
por la jurisprudencia generalizada desde hace mucho tiempo, ocasionando a veces
con ello un caos evidente que resulta imposible de soportar.
A mi juicio, la mejor forma de explicar el tema se ha logrado
a partir de la aplicación de la pauta citada precedentemente en el punto f),
generadora de reglas que cubren todos los supuestos fácticos susceptibles de
ser esgrimidos en un proceso, dejando con ello definitivamente erradicada la
posibilidad de emitir un pronunciamiento non liqueat.
Tales reglas indican que debe tenerse en cuenta el tipo de
hecho que se afirma como sustento del encuadre o implicación jurídica que
esgrime el pretendiente en su demanda o quien se defiende en oportunidad de
deducir excepciones.
Debe quedar claro ahora que se entiende por hecho la acción y
efecto de hacer algo o, mejor aun, todo acontecimiento o suceso susceptible de
producir alguna adquisición, modificación, transferencia o extinción de un
derecho u obligación.
Así concebido, un hecho puede ser producido por la naturaleza
(granizo, inundación) o por el hombre (contrato, daño).
Reiterando: a los efectos de esta explicación, el hecho puede
ser:
a) generador del derecho o de la responsabilidad que se afirma
en la demanda como fundante de una pretensión cualquiera, y
b) eximente de responsabilidad o demostrativo de la
inexistencia o inexigibilidad del derecho pretendido, que se afirma como
fundamento de una excepción cualquiera.
Y, ahora sí, ya se puede explicar que debe confirmar quien
alega la existencia de un hecho constitutivo, de un hecho extintivo, de un
hecho invalidativo, de un hecho convalidativo o de un hecho impeditivo, no
importando al efecto que sea actor o demandado. Veamos qué es cada uno de
ellos.
a) Hecho constitutivo:
Es el que sostiene todo pretendiente al imputar
responsabilidad civil o demandar la declaración de un derecho con basamento en
ese específico hecho del que afirma que emerge el efecto pretendido.
Por ejemplo, se sostiene en la demanda la existencia de un
préstamo de dinero que no ha sido devuelto, o la comisión de un ilícito civil
generador de responsabilidad aquiliana o penal o, en términos similares, que ha
transcurrido el plazo necesario para que la posesión pueda derivar en derecho
de propiedad o para declarar la prescripción liberatoria, etcétera.
Caso de ser negado el hecho constitutivo, debe ser confirmado
por el propio pretendiente y nada debe hacer al respecto el demandado que
simplemente lo ha negado.
Si la confirmación es convincente para el juez, ganará el
pleito el actor. Caso contrario, lo perderá sin que el demandado haya realizado
tarea alguna al respecto;
b) Hecho extintivo:
Es el que afirma todo resistente para liberarse de la
responsabilidad imputada o de la declaración del derecho pretendido a base del
hecho constitutivo, pues implica la inexistencia de tal responsabilidad o
derecho.
Por ejemplo, el demandado sostiene al oponer excepciones en la
etapa de negación que ha pagado la obligación cuyo cumplimiento le reclama el
actor o que la posesión alegada fue interrumpida, etcétera.
Caso de ser alegado este tipo de hecho, debe ser acreditado
exclusivamente por el propio excepcionante, con lo cual se releva de toda carga
confirmatoria al actor respecto del hecho constitutivo alegado por él.
En otras palabras: si el excepcionante afirma haber pagado el
mutuo alegado por el actor, debe confirmar dicho pago. Y, nótese bien, en este
caso nada debe confirmar el actor en cuanto al hecho constitutivo por él
alegado, toda vez que no se justifica lógicamente la afirmación de un pago sin
reconocer implícitamente la existencia del préstamo que tal pago extinguió.
Así, toda la tarea confirmatoria pesará en el caso sobre el
excepcionante, quien ganará el pleito en el supuesto de lograr la respectiva
confirmación y lo perderá en el caso contrario (y, así, ganará el actor aunque
nada haya hecho en el campo confirmatorio).
Como se ve y se ratificará luego, en el juego de posibles
confirmaciones se trabaja siempre sólo sobre el último hecho afirmado en la
cadena de constitución, extinción, invalidación y convalidación antes referida;
c) Hecho invalidativo:
Es el que afirma todo aquél contra quien se ha opuesto un
hecho constitutivo o un hecho extintivo del hecho constitutivo alegado para
fundar la respectiva pretensión, que invalida (7) o
le resta validez para lograr su cometido.
Por ejemplo: si Pedro sostiene que contrató un mutuo con Juan,
afirmando que éste recibió el dinero y que no lo devolvió oportunamente (hecho
constitutivo) y, a su turno, Juan afirma que pagó a Pedro tal dinero (hecho
extintivo), el mismo Pedro puede alegar ahora que el pago se hizo indebidamente
a un tercero (hecho invalidativo) y que, por ende, no lo recibió; por tanto,
como quien paga mal debe pagar dos veces, espera ahora la condigna condena a su
favor.
Este tipo de hecho debe ser confirmado por quien lo alega.
Caso de no hacerlo (y sólo este hecho, ya que el constitutivo se encuentra
exento de confirmación —pues es lógico presumir que quien pagó es porque debía—
y que el hecho extintivo también está exento de confirmación —ya que si se
afirma que el pago es inválido es porque se reconoce el hecho de haber sido
realizado—) ganará el pleito el que alegó el último hecho implícitamente
aceptado: el del pago, al que se tendrá como existente.
d) Hecho convalidativo:
Es el que afirma todo aquél contra quien se ha opuesto un
hecho invalidativo de un hecho extintivo de un hecho constitutivo, alegando que
la invalidez alegada fue purgada o convalidada (8) de
alguna manera.
Por ejemplo, si en el caso recién relatado, Juan reconoce
haber pagado a un tercero y afirma que, a la postre, éste entregó el dinero al
propio Pedro —con lo cual recibió finalmente su acreencia— parece claro que la
invalidez del pago ha quedado convalidada.
De modo similar al expresado antes, aquí Juan habrá de
confirmar sólo el hecho convalidativo, quedando todos los demás fuera de la
tarea confirmatoria. Y resultará con ello que ganará el pleito si logra hacerlo
y lo perderá en caso contrario.
(Sé que a esta altura de la explicación ella se asemeja
grandemente a una suerte de extraño trabalenguas. Pero insisto con la buscada
repetición de palabras pues creo que de tal forma ayudo a que el lector fije
definitivamente el concepto);
e) Hecho impeditivo:
Es el que afirma una parte sosteniendo la ausencia en el hecho
constitutivo o en el hecho extintivo de alguno de los requisitos generales que
son comunes a todas las relaciones jurídicas (por ejemplo, la capacidad de las
partes, la libertad con la cual fue expresado el consentimiento -cuando éste es
necesario- la existencia de vicios del consentimiento, la ilicitud de la causa
obligacional, etcétera) o, también, la existencia de una cuestión de
procedibilidad que evita la formación o la continuación del proceso ya incoado.
La carga de confirmar este tipo de hecho pesa exclusivamente
sobre la parte que lo invocó.
Con toda esta compleja elaboración para determinar con
precisión a quién incumbe la carga de confirmar en el proceso, se ha llegado a
establecer desde la propia ley un claro criterio objetivo que indica al juez
qué hacer cuando no hay elementos suficientes confirmatorios productores de
convicción.
En efecto: si al momento de sentenciar, un juez se encuentra
con un caso en el que hay varias declaraciones testimoniales acordes entre sí,
un buen peritaje que responde al interrogatorio formulado al efecto y varios
documentos que acreditan los hechos litigiosos, el juez falla según la
interpretación que haga de la suma de tales medios y, por supuesto, no se
pregunta a quién le incumbía la carga de confirmar. No le hace falta hacer esa
indagación.
En cambio, si el juez carece de elementos confirmatorios
suficientes para que pueda formar su convicción en uno u otro sentido, como no
puede ordenar por sí mismo la producción de medio alguno de confirmación y como
tampoco puede hacer valer su conocimiento personal del asunto a fallar, recién
ahí se interroga acerca de quién debía confirmar determinado hecho y no lo
hizo.
Y la respuesta a ese interrogante sella definitivamente la
suerte del litigio: quien debió confirmar su afirmación y no lo hizo, pierde el
pleito aunque su contraparte no haya hecho nada al respecto. Así de fácil.
Comprenderá ahora el lector la enorme importancia del tema en
estudio: se trata, simplemente, de facilitar la labor del juez al momento de
fallar, otorgándole herramientas que le imposibiliten tanto el pronunciamiento
non liqueat como su propia actuación confirmatoria, involucrándose con ello en
el resultado del juicio.
Sostuve antes que las reglas de la carga de la prueba
constituyen, en verdad, directivas para el juzgador, pues no tratan de fijar
quién debe asumir la tarea de confirmar sino de quién asume el riesgo de que
falte al momento de resolver el litigio.
Sin embargo, este fatigoso y largo esfuerzo para lograr
parámetros de pura objetividad a fin de permitir un rápido y seguro juzgamiento
de cualquier litigio por un juez que se concreta a mantener la paz social dando
certeza a las relaciones de las partes encontradas y asegurando el efectivo
cumplimiento de las promesas y garantías brindadas por el constituyente y por
el legislador, está siendo dejado de lado en los últimos años.
Al comienzo, y sin entender bien el concepto de carga, alguna
jurisprudencia la hizo pesar sobre ambas partes por igual (¿!).
Por ejemplo, durante la década de los 60 rigió en la Argentina
una ley que congelaba todas las locaciones de inmuebles urbanos e impedía
actualizar el monto del alquiler a menos que el inquilino tuviera suficientes
medios de fortuna (u otras propiedades) como para poder pagar un canon
liberado.
Este precepto —que en la jerga tribunalicia se denominó como
de inquilino pudiente— generó una ola de pleitos en los cuales el actor debía
lograr del juez la plena convicción de la pudiencia del inquilino, cosa que no
era fácil de hacer.
Como en rigor de verdad se trataba de una "prueba"
diabólica por el carácter local de los diversos Registros de Propiedades con
que todavía cuenta el país, algunos jueces comenzaron a imponer una suerte de
extraña inversión o complementación de la carga confirmatoria, sosteniendo que
la pudiencia era un hecho que debía ser acreditado por ambas partes por igual.
Por cierto, el argumento reñía con la técnica procesal y,
sobre todo, con la lógica.
Con posterioridad, muy buena doctrina americana comenzó a
insistir en la necesidad de lograr la vigencia en el proceso de una adecuada y
justa ética de la solidaridad entre ambos contendientes, exigiendo para ello la
plena y total colaboración de una parte con la otra en todo lo que fuere
menester para lograr la producción eficiente de un medio cualquiera de
confirmación.
A mi juicio, esta doctrina es exótica y divorciada de la
realidad de la vida tribunalicia (9),
por lo que merece ser sepultada en el olvido.
Sin embargo, actualmente tal doctrina ha ido mucho más lejos
respecto de la vigencia de la carga de confirmar.
Y es que, so pretexto de que la justicia debe merecer un
tratamiento más ágil y eficiente en esta época que ha dado en llamarse
posmodernista, algunos jueces con alma de pretores desean volver raudamente a
las incertidumbres del pasado.
En esta tesitura, sin sentirse vinculados a un orden jurídico
previo, creen que pueden cambiar las reglas procedimentales según sus propias
opiniones —haciéndose eco de otros sistemas jurídicos no vigentes en nuestros
países— y con olvido del claro mandato constitucional que establece la
inviolabilidad de la defensa en juicio.
Y así, han decidido dejar de lado las reglas normativas de la
incumbencia confirmatoria recién explicadas, variándolas en cada caso concreto
por la mera aplicación caprichosa de las antiguas reglas subjetivas de la
facilidad o de la mejor posibilidad de "probar".
Con estos alcances es que se habla hoy de las cargas dinámicas
probatorias que, más allá de las buenas intenciones que animan a sus
sostenedores, no puedo compartir en tanto repugnan al texto expreso de la ley
y, con ello, se acercan peligrosamente al prevaricato.
Para que se entienda adecuadamente la seriedad de la crítica,
debo recordar que hay códigos en América latina que nada establecen en cuanto
al tema en trato.
En los lugares donde ello ocurre (por ejemplo, en la provincia
de Santa Fe) es la sola doctrina la que se encarga de explicitar a quién
incumbe la tarea de efectuar la confirmación procesal.
Por tanto, si un juez sostiene algo diferente, no viola el
texto expreso de la ley y puede imponer la incumbencia confirmatoria que se le
ocurra.
Y así, con indudable actitud justiciera, alguna jurisprudencia
comenzó a sostener, en el momento mismo de sentenciar un recurso de apelación
—es decir, después que el proceso terminó— que si bien no fue adecuadamente
confirmado por el actor el hecho constitutivo de la imputada responsabilidad aquiliana,
ello carecía de importancia en la especie pues la respectiva carga (cabría
preguntar ¿de qué?) correspondía a la contraparte y, por tanto, al nada haber
acreditado ésta, debía acogerse sin más la pretensión demandada (¡!).
En otras palabras: quien así sentenció el pleito varió a su
voluntad las reglas del juego a las cuales se ajustaron los contrincantes
durante todo el proceso.
¡Sólo que lo hizo después que el juego terminó!
Y esto parece de ilegitimidad manifiesta por más que pueda ser
justa la solución dada al caso.
Pero hay lugares donde ocurre exactamente lo contrario a lo
hasta aquí relatado.
Por ejemplo, en el CPC de la Nación Argentina, en cuyo
artículo 377 se establece con absoluta claridad que:
"Incumbirá la carga de la prueba a la parte que afirme la
existencia de un hecho controvertido o de un precepto jurídico que el juez o el
tribunal no tenga el deber de conocer. Cada una de las partes deberá probar el
presupuesto de hecho de la norma o normas que indicare como fundamento de su
pretensión, defensa o excepción..."
Resulta ya claro que la tesis que acepta sin más la vigencia
de las cargas dinámicas "probatorias" no puede coexistir con la norma
pretranscrita, por cuya razón creo que no es menester insistir abundando en el
tema.
En definitiva: la ley —y sólo la ley, nunca la jurisprudencia—
es la que regula todo lo referente a la incumbencia confirmatoria a fin de dar
total y objetiva seguridad a la actividad que los jueces cumplen al sentenciar,
evitando así que ellos puedan alterar las reglas del onus probandi a discreción
y una vez que el pleito ha finalizado.
En otras palabras y recurrentemente: cambiar las reglas del
juego después que el juego terminó, convirtiendo en ganador al claro perdedor
según las normas tenidas en cuenta por los jugadores durante todo el desarrollo
del certamen, no sólo es actitud desleal sino que, en el proceso, viola la
garantía de la defensa en juicio. ¡Por mucho empeño justiciero que ostente el
juez actuante!
Reitero conceptos para fijarlos en el lector: como se ha visto
hasta aquí, el tema en tratamiento relativo a la incumbencia confirmatoria —que
habitualmente se estudia con el nombre de carga de la prueba— no es en sí mismo
un tema propio de la confirmación procesal sino que es, en esencia, una clara
regla de juzgamiento dirigida al juez para que sepa a qué atenerse cuando
carece de elementos de confirmación acerca de los hechos litigiosos sobre los
cuales debe fallar. Y como es obvio, tal regla no sólo debe ser precisa sino de
cumplimiento objetivo y acatamiento irrestricto.
Finalmente: se sostiene en doctrina que las reglas de la carga
confirmatoria no pueden ser alteradas por las partes, so pretexto del orden
público que domina la legislación procedimental.
No coincido con tal afirmación. Antes bien, he sostenido supra
que no hay orden público procesal en materia transigible y, que el principal
creador de normas procesales debe ser el propio litigante.
Por lo demás, no creo que nada pueda evitarlo en un régimen
constitucional en el que está permitido todo lo no expresamente prohibido por
la ley.
Hasta aquí me he ocupado del tema desde una óptica propia de
la pretensión civil.
Veamos ahora si los conceptos ya expuestos pueden o no
aplicarse al campo de lo penal.
Afirma la doctrina generalizada —computo aquí a la mayoría de
los autores que imponen actualmente opinión jurisprudencial en los diferentes
países de nuestro continente— que el concepto de carga "probatoria"
(confirmatoria) ha fracasado al ser transportado al proceso penal, donde —antes
que de cargas— cabe hablar de deberes funcionales administrativos del
Ministerio Público Fiscal.
En esta tesitura, sostienen que no cabe afirmar jurídicamente
que el Fiscal sea titular de un interés interno en antagonismo con el del
imputado.
Por ello afirman que nunca puede decirse que el órgano de la
acusación resulta vencido cuando no prueba la imputación pues el interés de la
sociedad está en el castigo del culpable y en la represión del delito en tanto
exista, precisamente, un culpable y de deberes jurisdiccionales del juez en los
sistemas inquisitivos consagrados legalmente en casi toda América latina.
En esta tónica, tales autores se manejan exclusivamente con el
sintagma in dubio pro reo y exigen ingenuamente la colaboración del propio
imputado, a quien sí hacen soportar una especie de minicarga probatoria que le
permita ayudarse a salir con bien del proceso!
El tema entraña notable gravedad.
En la Relación (Exposición de Motivos) del Proyecto de Código
para Italia de 1930 se dijo:
"Sagrado e inviolable es, sin duda, el derecho de
defensa. Cierto e indiscutible el principio de que al imputado no se le puede
considerar culpable antes de la sentencia irrevocable de condena. Pero que se
lo haya de conceptuar inocente mientras se procede contra él por serle imputado
el delito, es una tal enormidad, una tan patente inversión del sentido común,
lógico y jurídico, que no se puede admitir ni aun como forma retórica. Mientras
hay un proceso en curso, no hay ni culpable ni inocente sino únicamente
imputado. Sólo en el momento en que recaiga sentencia se sabrá si es culpable o
inocente"(10).
Como es fácil de comprender, estas posturas se explican sólo
si forman la glosa de un sistema inquisitivo. Pero resultan por completo
inexplicables en un proceso de corte acusatorio puro.
De ahí que crea que nada empece a aplicar literalmente los
principios que regulan la carga confirmatoria en proceso penal donde el Fiscal
—parte acusadora— actúa como representante de la sociedad toda, con obvio interés
jurídico en erradicar la actividad delictiva y, así, mantiene una actitud
procesal antagónica con la del imputado.
Por supuesto, descarto totalmente que el juez pueda llevar
adelante por sí mismo la pretensión punitiva de la sociedad y que esté facultado
para producir personalmente medios de confirmación que hacen al cargo imputado.
Finalmente: el principio o estado de inocencia que se
encuentra ínsito en la cláusula in dubio pro reo, no juega cuando existe
carencia de medios de confirmación (a la que se aplican las reglas del onus
probandi) sino —todo lo contrario— cuando hay suficientes elementos de
confirmación que, no obstante, no logran forjar la convicción de culpabilidad
en la mente del juez.
Ello es lo que genera la duda y tal duda es la que lleva a la
absolución.
No obstante todo lo precedentemente explicado en orden a
sostener la vigencia de un verdadero sistema legal (que, en materia procesal,
se encuentre acorde con las garantías constitucionales), las leyes disponen
exactamente lo contrario, los autores de la asignatura son cada día más
proclives a mantener un autoritarismo ilegal y muchos jueces se enrolan en el
movimiento decisionista que se ha puesto de moda merced a la prédica de quienes
dice ser posmodernistas.
V. Corolario
Si el concepto definitorio de la imparcialidad judicial
comprende no sólo la idea de imparcialidad propiamente dicha (no tener interés
en el resultado del litigio), sino también el de la impartialidad (no ser parte
en el litigio), parece claro que el juez imparcial no debe ni puede hacer las
cosas propias de ellas, a quienes compete exclusivamente la tarea de afirmar,
de pretender y, por ende, la de confirmar toda afirmación negada.
Tal obviedad no ha sido advertida por la doctrina ni por la
jurisprudencia vigente en América latina.
De ahí que, en un moderno sistema acusatorio -cual el que
acaba de inaugurarse en muchos de los países de la región, la tarea de probar
de oficio es de manifiesta ilegitimidad y debe ser erradicada.
Similar afirmación cabe hacer respecto de los resabios
inquisitoriales que todavía seguimos soportando en el campo de juzgamiento de
todo lo no penal, pues aún en él existe clara incompatibilidad lógica entre las
tareas de juzgar y de probar oficiosamente afirmaciones que sólo incumbe probar
a los propios interesados en lograr el acogimiento de una pretensión o de una
excepción procesal.
(1) ¡Cómo
estaría de desprestigiada esta prueba que fue menester ordenarle a los jueces
desde la propia ley que no juzgaran acerca de su bondad antes de ordenar su
producción!
(2) Eso
es, precisamente, la consecuencia de enfrentar una tesis con una antítesis.
(3) La
novela está diagramada sobre la base de distintos testimonios, ninguno de los
cuales concuerdan entre sí.
(4) Se
entiende por autoritario lo que se funda o apoya exclusivamente en la
autoridad. Pero también refiere al que abusa de su autoridad o la impone a todo
coste. De donde viene autoritarismo, que menciona al abuso de autoridad o a la
exigencia de sumisión total a ella.
(5) El
Evangelio de Juan (18, 33-38) relata el siguiente diálogo ocurrido cuando
Poncio Pilatos interroga a Jesús privadamente: "Pilatos entró de nuevo en
el Pretorio, llamó a Jesús y le dijo: - ‘¿Eres tú el Rey de los judíos?’ Jesús
respondió:- ‘¿Dices esto por ti mismo o te lo han dicho otros de mí?’ Pilatos
contestó:- ‘¿Es que soy yo judío? Tu pueblo y los sumos sacerdotes te han
entregado a mí. ¿Qué has hecho?’ Jesús le dijo:- ‘Mi reino no es de este mundo.
Si mi reino fuera de este mundo, mis súbditos lucharían para que no fuese
entregado a los judíos. Pero mi reino no es de aquí'. Pilatos le dijo:-
‘¿Luego, tú eres Rey?’- ‘Tú lo dices’ respondió Jesús. ‘Yo soy Rey, yo he
nacido y he venido al mundo para esto, para dar testimonio de la verdad; todo
el que es de verdad, escucha mi voz’. Pilatos le dijo:- ‘¿Qué es la verdad?’
(6) Nihil
habere quod liqueat: no sacar nada en claro.
(7) Invalidar
es hacer inválida o de ningún efecto alguna cosa.
(8) Convalidar
es ratificar, confirmar, dar por válido.
(9) Y
es que nadie comienza un pleito con alegría y despreocupación, como quien sale
a pasear en día festivo. Por el contrario, se realizan previamente muchas
conversaciones —e intimaciones— para tratar de evitarlo. Cuando ya el
pretendiente —acreedor, por ejemplo— está seguro de que no logrará una
autocomposición con el resistente —deudor, que en el ejemplo afirma que pagó—
no tiene más remedio (recordar que esta la última alternativa pacífica) que
concurrir al proceso (para ello, debe pagar honorarios de abogados y carísimas
tasas de justicia), donde el deudor, ahora demandado, vuelve a oponerle la
misma tenaz oposición que antes, afirmando haber hecho —por ejemplo— un pago
que no existió en la realidad de la vida... Como puede aceptarse fácilmente a
esta altura del relato, el actor piensa con visos de razonabilidad comprensible
en destruir para siempre a su demandado y deudor impenitente. En tales
condiciones, ¿cómo puede serle exigido que colabore solidariamente con su
enemigo y, que si no lo hace, se considere que ha caído en inconducta procesal?
(10) Esto
no podría decirse seriamente al día de hoy...
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