jueves, 30 de agosto de 2012

La confirmación procesal y la imparcialidad judicial. Alvarado Velloso, Adolfo



La confirmación procesal y la imparcialidad judicial
Alvarado Velloso, Adolfo 

Publicado en: Sup. Doctrina Judicial Procesal 2010 (julio), 28
Sumario: I. Introducción.- II. El concepto de confirmación y su relación con el vocablo prueba.- III. Los problemas filosófico-políticos de la confirmación procesal.- IV. La incumbencia de la confirmación
Voces: JUEZ - JUEZ IMPARCIAL - FACULTADES DE LOS JUECES - PRUEBA - APRECIACION DE LA PRUEBA - CARGA DE LA PRUEBA - MEDIOS DE PRUEBA - EFICACIA PROBATORIA - MEDIDAS PARA MEJOR PROVEER - PRUEBA PERICIAL - PRUEBA DOCUMENTAL - PRUEBA CONFESIONAL - CONFESION DEL DELITO - PRUEBA TESTIMONIAL - TESTIGO - PROCEDIMIENTO PENAL - DERECHO PROCESAL PENAL - DEFENSA EN JUICIO - DECLARACION INDAGATORIA - ACCIDENTE DE TRANSITO - PROCEDIMIENTO CIVIL - HECHOS CONTROVERTIDOS - EXIMICION DE RESPONSABILIDAD - PRUEBA INSUFICIENTE
I. Introducción
El sistema inquisitivo de enjuiciamiento que está inserto en casi toda América latina desde siempre (aunque algunas veces notablemente disfrazado de dispositivismo atenuado en lo civil), espera de los jueces que lo practican un esforzado averiguamiento la verdad de lo acontecido en el plano de la realidad social (más allá de lo que los propios interesados -las partes procesales- quieran sostener o confirmar al respecto) para lograr hacer justicia a todo trance en cada caso concreto.
A este efecto, aplican sus facultades-deberes (¿?) de producir oficiosamente la prueba del caso ordenando al efecto medidas para mejor proveer o actuando directamente en forma oficiosa...
Para comprender la crítica que se hará luego acerca de tales deberes, creo imprescindible detenerme antes en:
II. El concepto de confirmación y su relación con el vocablo prueba
Al igual que otras muchas palabras que se utilizan cotidianamente en el Derecho, el vocablo prueba ostenta un obvio carácter multívoco y, por tanto, causa equivocidad al intérprete y extraordinaria perplejidad al estudiante.
En efecto: si castizamente el verbo probar significa examinar las cualidades de una persona o cosa y su resultado es demostrar la verdad de una proposición referida a esa persona o cosa —y a salvo su tercera acepción vulgar de justificar, manifestar y hacer patente la certeza de un hecho o la verdad de una cosa, con razones, instrumentos o testigos— parece que es, al menos, excesiva la extensión que desde antaño se ha dado en el derecho a la palabra prueba.
Y así, se la usa con diversos significados que muestran entre sí claras diferencias sustanciales que no pueden ser toleradas por la inteligencia media.
Una rápida visión panorámica por la doctrina autoral nos muestra que hay quienes asignan a la palabra prueba un exacto significado científico (aseveración incontestable y, como tal, no opinable), en tanto que muchos otros —ingresando ya en el campo del puro subjetivismo y, por ende, de la opinabilidad— hablan de:
- acreditación (semánticamente es hacer digna de crédito alguna cosa), y de
- verificación (es comprobar la verdad de algo), y de
- comprobación (es revisar la verdad o exactitud de un hecho), y de
- búsqueda de la verdad real, de certeza (conocimiento seguro y claro de alguna cosa), y de
- convicción (resultado de precisar a uno, con razones eficaces, a que mude de dictamen o abandone el que sostenía por convencimiento logrado a base de tales razones; en otras palabras, aceptar una cosa de manera tal que, racionalmente, no pueda ser negada), etcétera.
En estas condiciones, haciendo un uso extensivo del vocablo que, así, resulta omnicomprensivo de muchos significados que ostentan diferencias de matices que se exhiben tanto como sustanciales cuanto como levemente sutiles, los códigos mezclan el medio (y el resultado) de la prueba pericial, por ejemplo, con el medio confesional, el documental con el testimonial, etcétera, y —para mayor confusión— no otorgan paralelamente al juzgador reglas claras para efectuar una adecuada valoración acerca de lo que en realidad puede obtenerse como resultado confiable con cada uno de tales medios, que se muestran siempre harto disímiles entre sí.
Insisto en ello: la experiencia judicial enseña que la confesión ha dejado de ser la prueba por excelencia: ¡cuántos padres asumen la autoría de delitos cometidos por sus hijos, confesándola espontáneamente para salvarlos de una segura prisión que admiten cumplir por amor o como deber emergente de la paternidad! O, inmoralmente, cuántas personas aceptan ir a la cárcel por dinero que le abonan los verdaderos autores de los delitos imputados y que aquéllas confiesan haber cometido en homenaje a concretar un vil negocio!
Y con estos ejemplos de rigurosa actualidad, ¿puede decirse seriamente que esta "prueba" es segura a punto tal de erigirse en la más eficaz de todas las "pruebas" (la probatio probatissima)?
El derecho procesal penal acepta desde hace ya muchos años que la confesión no es un verdadero medio de prueba —cual lo sostienen alegremente todos los procesalistas civiles— sino un medio de defensa que puede o no esgrimir el imputado a su exclusiva voluntad... Otro ejemplo de la relatividad del "medio probatorio" puede verse en el testimonio de terceros: ¿hay algo más cambiante y menos convincente que la declaración de un tercero procesal que muchas veces se muestra teñida de clara o de velada parcialidad? O, sin llegar a ello, condicionada por o sujeta a un cúmulo de imponderables que resultan por completo ajenos al juzgador?
Para demostrar tal relatividad, recuerdo que en el año de 1880, el codificador procesal de Santa Fe, en la Argentina, legisló en norma todavía vigente:
"La admisibilidad de la prueba testimonial no puede ser objeto de controversias. Los jueces deberán decretar siempre el examen de los testigos, sea cual fuere su opinión al respecto"(1).
¿Y qué decir de la tan fácilmente posible adulteración de documentos escritos o de registraciones fotográficas o visuales, de fotocopias, etcétera?
Como se ve, el tema es de la mayor importancia y exige una adecuada explicación.
En el plano de la pura lógica, cuando una afirmación cualquiera (el cielo es azul, por ejemplo) es contestada (negada: por ejemplo, el cielo no es azul) por alguien, pierde de inmediato la calidad de verdad definitiva con la cual pudo ser expresada y se convierte, automáticamente, en una simple proposición que requiere ser demostrada por quien desea sostenerla (2).
No puede escapársele al lector —dados los alcances de la ciencia actual— que, por otra parte, existen afirmaciones científicas definitivamente incontestables: por ejemplo, la existencia de la ley de gravedad, la rotación del planeta alrededor del sol, etcétera.
Adviértase que si se lanza un objeto hacia el cielo, por ejemplo, inexorablemente caerá: una o un millón de veces (en rigor, tantas cuantas se arroje el objeto).
Esto permite la formulación de una ley física cuya existencia se probará siempre, en todo tiempo, en todo lugar y por toda persona, sin admitir jamás la posibilidad de la coexistencia de opiniones encontradas acerca de ella, pues el estado de la ciencia no lo admite.
Lo mismo ocurre, por ejemplo, si se desea verificar el movimiento de la Tierra: Galileo Galilei ya no podría tener contestatarios...
En ambos casos, hay una prueba científica acerca de la proposición.
Compare ahora el lector estos resultados incontestables con el que arrojan cuatro testimoniales acerca de un mismo hecho: la experiencia judicial demuestra hasta el hartazgo que, aun si los testigos obran de buena fe, darán versiones distintas y, muchas veces, claramente antagónicas (recuerde el lector la magnífica obra de Marco Denevi "Rosaura a las 10"(3) y comprobará cuán exacta es esta afirmación).
Y es que, además de que cada testigo es él y sus propias circunstancias (su salud, su cultura, su educación, su inteligencia, su agudeza mental y visual, su poder de observación, etcétera), resulta que un testigo puede ver un hecho desde un ángulo diferente al que ocupa otro para ver el mismo hecho.
Esto es corriente en el ámbito judicial cuando —desde cuatro esquinas de una misma bocacalle, por ejemplo— cuatro personas presencian un accidente de tránsito. Interrogadas testimonialmente al respecto, presentarán siempre versiones que pueden ser muy diferentes y que —esto es importante de destacar— pueden ser todas reales aunque luzcan antagónicas.
Y es que son subjetivamente reales, toda vez que en tanto uno vio el choque desde el norte, por ejemplo, otro lo vio desde el sur.
Y parece obvio señalar que, en tales circunstancias, ambos testigos vieron de verdad cosas realmente diferentes.
Esta enorme diferencia conceptual existente entre los diversos "medios de prueba" hace que la más moderna doctrina se abstenga de utilizar dicha palabra prueba y prefiera el uso del vocablo confirmación (significa reafirmar su probabilidad): en rigor, una afirmación negada se confirma con diversos medios que pueden generar convicción (no certeza o crédito) a un juzgador en tanto que no la generan en otro.
De tal modo, no necesariamente se confirma siempre con prueba científica (o prueba propiamente dicha) que no admite opinabilidad alguna.
Ya se verá más adelante cuántas implicaciones técnicas tiene la adopción de la palabra confirmar, dándole a ella el amplio sentido que en el derecho ha tenido hasta ahora la palabra probar.
III. Los problemas filosófico-políticos de la confirmación
Varios y disímiles son los problemas que muestra el tema cuando se pretende conocerlo en toda su extensión.
El primero de ellos —filosóficamente, el más importante y, políticamente, el más contradictorio— se vincula con la asignación del papel que le toca cumplir al juzgador respecto de la actividad de confirmar los hechos: se trata de determinar a priori —desde la propia ley— cuál debe ser su actuación procesal en cuanto a la búsqueda y captación de los hechos litigiosos.
El segundo de los problemas aludidos tiene que ver con los deberes y facultades que los jueces deben o pueden ejercitar durante el desarrollo de la etapa confirmatoria.
Los trataré a continuación.
II.1. La política legislativa en cuanto a la confirmación procesal
Analizando la actividad que debe cumplir el juzgador en la etapa confirmatoria (o probatoria, en el lenguaje habitual), la doctrina y las diferentes leyes han establecido parámetros muy disímiles en orden a la filosofía que inspira al legislador de una normativa dada.
En otras palabras: son distintas las respuestas que pueden darse en cuanto a la tarea que debe cumplir el juzgador en la etapa confirmatoria, debatiéndose acerca de si le toca
- verificar los hechos, o bien si debe
- comprobarlos, o
- acreditarlos, o
- buscar la certeza de su existencia o
- la verdad real de lo acontecido en el plano de la realidad o, más simplemente,
- contentarse con lograr una mera convicción acerca de los hechos controvertidos en el litigio (advierta el lector la correspondencia existente entre estas posibles actividades y las referencias efectuadas en cuanto al concepto de prueba en el número anterior).
Por cierto, entre cada una de estas tantas inocentes palabras —que se presentan como equipolentes en el lenguaje diario— existe diferencia sustancial.
En rigor, un mundo de distancia que separa inconciliablemente a quienes practican el autoritarismo (4) procesal (clara muestra de totalitarismo político) —que los hay, y muchos— de quienes sostienen que el proceso no es medio de control social o de opresión sino que es garantía de libertad en un plano constitucional.
Esta dicotomía no es novedosa, ya que tiene profundas raigambres en la historia, tanto antigua como reciente.
En la actualidad, los bandos antagónicos se hallan claramente configurados: decisionistas y garantistas, tal como es de pública notoriedad en el ambiente académico procesal.
III.2. La actividad del juzgador en la etapa confirmatoria
El tema merece una aclaración previa pues éste es el que mejor permite explicar cómo se ha llegado a una situación de crudo enfrentamiento doctrinal, toda vez que ahora cabe definir y ampliar o limitar la actividad de los jueces en cuanto a la tarea de confirmar procesalmente.
Para que se entienda cabalmente el tema, es menester recordar muy brevemente la historia de los sistemas de enjuiciamiento: dispositivo o acusatorio e inquisitivo o inquisitorio.
Durante casi toda la historia del Derecho —en rigor, hasta la adopción irrestricta del sistema inquisitivo como perverso método de enjuiciamiento, admitido políticamente y justificado filosófica y jurídicamente durante más de ¡quinientos años!— se aceptó en forma pacífica y en todo el universo entonces conocido que al juzgador —actuando dentro de un sistema dispositivo— sólo tocaba establecer en su sentencia la fijación de los hechos (entendiéndose por tal la definición de aquéllos acerca de los cuales logró durante el proceso la convicción de su existencia, sin que preocupara en demasía a este sistema si los así aceptados coincidían exactamente con los acaecidos en el plano de la realidad social) y, luego, aplicar a tales hechos la norma jurídica correspondiente a la pretensión deducida.
La irrupción del sistema inquisitivo generó entre sus rápidamente numerosos partidarios una acerba crítica respecto de esta posibilidad de no coincidencia entre los hechos aceptados como tales en el proceso y los cumplidos en la realidad.
Y ésta fue la causa de que la doctrina comenzara a elaborar larga distinción entre lo que los autores llamaron la verdad formal (la que surge de la sentencia por la simple fijación de hechos efectuada por el juez a base de su propia convicción) (específica del sistema dispositivo) y la verdad real (la que establece la plena y perfecta coincidencia entre lo sentenciado y lo ocurrido en el plano de la realidad) (ilusión propia del sistema inquisitivo).
Por supuesto, la función del juzgador cambia radicalmente en uno y otro sistema:
a) en tanto en el primero el juez sólo debe buscar —con clara imparcialidad en su actuación— el otorgamiento de certeza a las relaciones jurídicas a partir de las posiciones encontradas de los litigantes (aceptando sin más lo que ellos mismos aceptan acerca de cuáles son los hechos sobre los cuales discuten), con lo que se logra aquietar en lo posible los ánimos encontrados para recuperar la paz social perdida,
b) en el segundo el juez actúa —comprometiendo su imparcialidad— como un verdadero investigador en orden a procurar la Verdad para lograr con ella hacer Justicia conforme con lo que él mismo entiende que es ese valor, convirtiéndose así en una rara mezcla del justiciero Robin Hood, del detective Sherlock Holmes y del buen juez Magnaud...
El tema no sólo es fascinante. Es preocupante. Gravemente preocupante.
Quienes aconsejan adoptar legislativamente la figura del juez investigador lo hacen partiendo de la base de que la Verdad y la Justicia son valores absolutos.
El asunto no es novedoso: el pensamiento griego se ocupó largamente de él al plantear los problemas axiológicos, entre los cuales cabe recordar uno de los de mayor importancia: ¿puede decirse que los valores de la vida valen por sí mismos, esencialmente, o, por lo contrario, que valen tan solo porque alguien los valora...?
En otras palabras: los valores, como tales, ¿son absolutos o relativos? (Una puesta de sol o la Gioconda, por ejemplo, ¿son absoluta y esencialmente bellas o son bellas relativamente para mí, que las encuentro bellas, en tanto que pueden no serlo para otro?).
Traído el problema al terreno judicial parece fácil de resolver.
En efecto: piénsese en un juzgador justiciero que, con rectitud y honestidad de espíritu, hace todo lo que está a su alcance para llegar a la verdad real de los hechos sometidos a su juzgamiento.
Y, después de ardua búsqueda, cree haber logrado esa verdad —en rigor, la Verdad, única y con mayúsculas— y, a base de ella, emite su fallo, por ejemplo, absolviendo al demandado o reo.
Adviértase que esta óptica muestra a la Verdad como un valor absoluto. De tal modo, la Verdad es una e idéntica en todo tiempo y lugar y para todas las personas por igual.
Piénsese también en que ese fallo es impugnado por el demandante o acusador perdidoso y, así, elevado el asunto a un tribunal superior donde también hay juzgadores justicieros, con igual o mayor rectitud y honestidad de espíritu que el juez inferior.
Imagínese ahora que tales juzgadores, después de ardua búsqueda, creen haber llegado por ellos mismos a la Verdad —otra vez con mayúscula— que, lamentablemente, no coincide con la que había pregonado el inferior... Y, de tal manera, revocan su sentencia y, en su lugar, condenan al demandado o reo.
Y parece obvio destacar que la segunda Verdad debe privar por sobre la primera Verdad, por simple adecuación lógica del caso a la verticalidad propia de los estamentos que integran el Poder Judicial, en el cual la Verdad será sólo la que declare el último juzgador previsto como tal en el sistema de que se trate....
Lo primero que se le ocurrirá a quien esto advierta —de seguro— es que lógicamente no pueden coexistir dos Verdades antagónicas acerca de un mismo tema, a menos que, en lugar de ser la Verdad, ambas sean la simple verdad de cada uno de los juzgadores (en rigor, sus verdades, que pueden o no coincidir con la Verdad).
Repárese en que, desde esta óptica, la verdad es un valor relativo y, como tal, cambiante en el tiempo, en el espacio y entre los diferentes hombres que hablan de ella. Esta aseveración es bíblica (5) y lo que allí se relata está vigente hasta hoy inclusive.
Igual adjetivación puede usarse con el criterio de justicia.
De tal modo, lo que es justo para uno puede no serlo para otro o lo que fue justo en el pasado o aquí puede no serlo en el presente o allá.
En otras palabras, hay tantas verdades o justicias como personas pretenden definirlas (recuérdese, por ejemplo, que Aristóteles justificó la esclavitud... ¿Quién piensa lo mismo hoy?).
El problema ejemplificado excede el marco de una explicación lineal del tema. Pero sirve para comprender cabalmente que la simple posibilidad de que el juzgador superior revoque la decisión del juzgador inferior muestra que la verdad (así, con minúscula) es un valor relativo.
Si esto es correcto —y creo firmemente que lo es— ¿cómo puede implementarse un sistema judicial en el cual se imponga al juez actuante el deber de buscar la verdad real...? ¿Cuál es la lógica de tan imprudente imposición?
Sin embargo, exactamente eso ha ocurrido en casi todas las legislaciones procesales (civiles y penales) del continente con el auspicio de importantes nombres de autores de prestigio que, increíblemente, continúan pontificando acerca de la necesidad de brindar más y mayores potestades a los jueces para buscar esa Verdad, a todas luces inalcanzable...
Soslayando momentáneamente la exposición, debo decir aquí y ahora que ese continuo otorgamiento de mayores facultades a los jueces ha convertido a muchos de ellos en normadores primarios, alejándolos del formalismo propio del sistema de la dogmática jurídica, donde deben actuar exclusivamente como normadores secundarios (creando la ley sólo cuando ella no está preordenada por el legislador).
Y esto ha traído enorme desconcierto en los justiciables, que se enfrentan no con un sistema que permite prever las eventuales soluciones de los jueces, sino con una suerte de realismo jurídico absolutamente impredecible, en el cual cada juzgador —no sintiéndose vinculado a orden jurídico alguno— hace literalmente lo que quiere... Cual el cadí.
Sentadas estas ideas básicas para la plena comprensión del tema, sigo adelante con su explicación.
En razón de que el objeto del proceso es la sentencia, en la cual el juzgador debe normar específicamente (aplicando siempre la ley preexistente o creándola al efecto en caso de inexistencia) el caso justiciable presentado a su decisión, parece obvio señalar que debe contar para ello con un adecuado conocimiento del litigio a efectos de poder cumplir con su deber de resolverlo.
Por cierto, todo litigio parte siempre —y no puede ser de otra manera—de la afirmación de un hecho como acaecido en el plano de la realidad social (por ejemplo: le vendí a Juan una cosa, la entregué y no me fue pagada; Pedro me hurtó algo), hecho al cual el actor (o el acusador penal) encuadra en una norma legal (...quien compra una cosa debe abonar su precio; el que hurtare...).
Y, a base de tal encuadramiento, pretende (recuérdese que —lógicamente— no puede haber demanda civil ni acusación penal sin pretensión) el dictado de una sentencia favorable a su propio interés: que el juzgador condene al comprador a pagar el precio de la cosa vendida o a cumplir una pena...
Insisto particular y vivamente en esto: no hay litigio (civil o penal) sin hechos afirmados que le sirvan de sustento.
De tal forma, el juzgador debe actuar en forma idéntica a lo que hace un historiador cualquiera para cumplir su actividad: colocado en el presente debe analizar hechos que se dicen cumplidos en el pasado. Pero de aquí en más, las tareas de juzgador e historiador se diferencian radicalmente: en tanto éste puede darse por contento con los hechos de cuya existencia se ha convencido —y, por ello, los muestra y glosa— el juzgador debe encuadrarlos necesariamente en una norma jurídica (creada o a crear) y, a base de tal encuadramiento, ha de normar de modo imperativo para lo futuro, declarando un derecho y, en su caso, condenando a alguien al cumplimiento de una cierta conducta.
En otras palabras y para hacer más sencilla la frase: el juzgador analiza en el presente los hechos acaecidos en el pasado y, una vez convencido de ellos, dicta una norma jurídica individualizada que regirá en el futuro para todas las partes en litigio, sus sucesores y sustitutos procesales.
Huelga decir, finalmente, que un juez que sale oficiosamente a confirmar (o probar) las afirmaciones que ha hecho una parte procesal y que han sido negadas por la otra, en aras de encontrar la Verdad resplandeciente y final, pertenece por derecho propio a lo más granado del elitismo inquisitorial.
Y este juez es, precisamente, el que se concibe como el paradigma de la tendencia doctrinal que se ha apropiado de nuestros ordenamientos procesales civiles (vía prueba oficiosa o en calidad de medidas para mejor proveer) y que, además, busca lograr la meta de la Justicia aun con desmedro del método de discusión.
IV. La incumbencia de la confirmación (quién debe confirmar)
Si al momento de sentenciar, el juez ignora a quién debe dar la razón cuando se encuentra con versiones antagónicas entre sí y que han sido esgrimidas acerca de un mismo hecho por ambas partes en litigio, es menester proporcionarle legalmente reglas claras a las cuales deba sujetarse en el supuesto de no lograr convicción acerca de la primacía de una de las versiones por sobre la otra.
Pues bien: el problema de determinar a quién le incumbe aportar al proceso la confirmación de los hechos afirmados por una de las partes y negados por la otra (itero que esos son los hechos controvertidos) es tan antiguo como el derecho mismo y ha preocupado por igual a la doctrina y a la jurisprudencia de todos los tiempos.
Parece ser que en los juzgamientos efectuados en los primeros períodos del desenvolvimiento del derecho romano, el pretor o el magistrado —luego de conocer cuáles eran los hechos susceptibles de ser confirmados— convocaba a las partes litigantes a una audiencia para establecer allí a quién le incumbía hacerlo sobre la exclusiva base de la mejor posibilidad de confirmar cada uno de los hechos controvertidos.
De aquí en más pesaba en el propio interés particular de cada litigante el confirmar el hecho atribuido por el magistrado, so pena de tenerlo por inexistente al momento de sentenciar.
Llegada la oportunidad de resolver el litigio, si el magistrado encontraba que carecía de hechos (en rigor de verdad, de confirmación —o prueba— acerca de esos hechos) o de norma que pudiera aplicar clara y directamente al caso, pronunciaba una frase que terminaba el proceso dejando subsistente el conflicto que lo había originado.
A este efecto, decía non liqueat —no lo veo claro (6)— y, por ello, se abstenía de emitir sentencia (si bien se piensa ese no juzgamiento es lo que se conoce doctrinalmente con el nombre de sobreseimiento).
Pero en algún momento de la historia fue menester cambiar la pauta relativa a la mejor posibilidad o facilidad de confirmar pues ella estaba —está— conformada por criterios de pura subjetividad y, por ende, de total relatividad: adviértase que lo que puede resultar fácticamente sencillo de hacer para uno puede ser imposible para otro.
Cuando el pretor dejó de establecer en cada caso concreto a quién incumbía la tarea de confirmar a base de la facilidad que tenía para hacerlo y se generó una regla de carácter general, la cosa cambió: ahora, la incumbencia de "probar" (confirmar) comenzó a pesar exclusiva y objetivamente en cabeza del propio actor o pretendiente (en rigor, quien había afirmado el hecho litigioso y no del que lo había negado, por sencillo que le resultara "probar" lo contrario).
Y ello quedó plasmado en el brocárdico el que afirma, prueba, de uso judicial todavía en la actualidad.
A mediados del siglo XIX, el codificador argentino advirtió el grave problema que entraña la posibilidad de emitir un pronunciamiento non liqueat y decidió terminar con ella.
Y así, estableció en el art. 15 del Código Civil que
"Los jueces no pueden dejar de juzgar bajo el pretexto de silencio, oscuridad o insuficiencia de las leyes".
Otro tanto ha ocurrido en casi todos los países de América latina.
No obstante tal disposición, el problema se mantuvo idéntico pues la norma transcrita resolvió qué hacer en caso de carencia de derecho pero dejó irresuelto el supuesto de carencia de hechos o, mejor aún, de carencia de prueba acerca de esos hechos.
Y ello porque la regla que establece que el que afirma es el que debe probar en el proceso resultó incompleta por su extremada y excesiva latitud.
Otro tanto ocurre respecto del llamado hecho negativo.
Ya que, según se ve, el problema no fue resuelto por el codificador, la doctrina procesalista ha debido encarar el tema y buscar su solución a base de pautas concretas y de pura objetividad.
Para ello se han sustentado diversas teorías, defendidas y criticadas con ahínco por los estudiosos que se han ocupado del tema.
Y entre ellas, comenzando por reiterar algunas de las ya mencionadas al presentar el problema, se ha dicho que incumbe la carga confirmatoria:
a) al actor en todos los casos, pero le otorga esta calidad al demandado en cuanto a sus excepciones;
b) a quien afirma un hecho y no al que simplemente lo niega;
c) al actor respecto de los hechos en que se basan sus pretensiones, y al demandado en cuanto los que justifican sus excepciones;
d) a quien alega un hecho anormal respecto del estado habitual de las cosas, ya que la normalidad se presume lógicamente;
e) a quien pretende innovar en una relación cualquiera, entendiendo con ello que lo que se modifica es la normalidad;
f) a cada una de las partes respecto de los presupuestos de hecho de la norma jurídica que le es favorable (esta tesis ha sido recibida y es norma expresa en la mayoría de las legislaciones contemporáneas). En rigor de verdad, si se comprende sistémicamente su significado y no se la deforma para forzar su aplicación, la norma que consagra esta teoría es más que suficiente para que todo el mundo sepa a qué atenerse;
g) a quien busca lograr un cierto efecto jurídico;
h) a quien en su interés debe ser considerado como verdadero un hecho afirmado;
i) a quien afirma un cierto tipo de hecho, que luego explicaré con detenimiento.
En general, nada de ello ha servido para lograr hacer sencilla la obvia regla de juzgamiento implícita en la determinación de la incumbencia de la carga de confirmar.
Antes bien, todas las tesis reseñadas han sido desinterpretadas por la jurisprudencia generalizada desde hace mucho tiempo, ocasionando a veces con ello un caos evidente que resulta imposible de soportar.
A mi juicio, la mejor forma de explicar el tema se ha logrado a partir de la aplicación de la pauta citada precedentemente en el punto f), generadora de reglas que cubren todos los supuestos fácticos susceptibles de ser esgrimidos en un proceso, dejando con ello definitivamente erradicada la posibilidad de emitir un pronunciamiento non liqueat.
Tales reglas indican que debe tenerse en cuenta el tipo de hecho que se afirma como sustento del encuadre o implicación jurídica que esgrime el pretendiente en su demanda o quien se defiende en oportunidad de deducir excepciones.
Debe quedar claro ahora que se entiende por hecho la acción y efecto de hacer algo o, mejor aun, todo acontecimiento o suceso susceptible de producir alguna adquisición, modificación, transferencia o extinción de un derecho u obligación.
Así concebido, un hecho puede ser producido por la naturaleza (granizo, inundación) o por el hombre (contrato, daño).
Reiterando: a los efectos de esta explicación, el hecho puede ser:
a) generador del derecho o de la responsabilidad que se afirma en la demanda como fundante de una pretensión cualquiera, y
b) eximente de responsabilidad o demostrativo de la inexistencia o inexigibilidad del derecho pretendido, que se afirma como fundamento de una excepción cualquiera.
Y, ahora sí, ya se puede explicar que debe confirmar quien alega la existencia de un hecho constitutivo, de un hecho extintivo, de un hecho invalidativo, de un hecho convalidativo o de un hecho impeditivo, no importando al efecto que sea actor o demandado. Veamos qué es cada uno de ellos.
a) Hecho constitutivo:
Es el que sostiene todo pretendiente al imputar responsabilidad civil o demandar la declaración de un derecho con basamento en ese específico hecho del que afirma que emerge el efecto pretendido.
Por ejemplo, se sostiene en la demanda la existencia de un préstamo de dinero que no ha sido devuelto, o la comisión de un ilícito civil generador de responsabilidad aquiliana o penal o, en términos similares, que ha transcurrido el plazo necesario para que la posesión pueda derivar en derecho de propiedad o para declarar la prescripción liberatoria, etcétera.
Caso de ser negado el hecho constitutivo, debe ser confirmado por el propio pretendiente y nada debe hacer al respecto el demandado que simplemente lo ha negado.
Si la confirmación es convincente para el juez, ganará el pleito el actor. Caso contrario, lo perderá sin que el demandado haya realizado tarea alguna al respecto;
b) Hecho extintivo:
Es el que afirma todo resistente para liberarse de la responsabilidad imputada o de la declaración del derecho pretendido a base del hecho constitutivo, pues implica la inexistencia de tal responsabilidad o derecho.
Por ejemplo, el demandado sostiene al oponer excepciones en la etapa de negación que ha pagado la obligación cuyo cumplimiento le reclama el actor o que la posesión alegada fue interrumpida, etcétera.
Caso de ser alegado este tipo de hecho, debe ser acreditado exclusivamente por el propio excepcionante, con lo cual se releva de toda carga confirmatoria al actor respecto del hecho constitutivo alegado por él.
En otras palabras: si el excepcionante afirma haber pagado el mutuo alegado por el actor, debe confirmar dicho pago. Y, nótese bien, en este caso nada debe confirmar el actor en cuanto al hecho constitutivo por él alegado, toda vez que no se justifica lógicamente la afirmación de un pago sin reconocer implícitamente la existencia del préstamo que tal pago extinguió.
Así, toda la tarea confirmatoria pesará en el caso sobre el excepcionante, quien ganará el pleito en el supuesto de lograr la respectiva confirmación y lo perderá en el caso contrario (y, así, ganará el actor aunque nada haya hecho en el campo confirmatorio).
Como se ve y se ratificará luego, en el juego de posibles confirmaciones se trabaja siempre sólo sobre el último hecho afirmado en la cadena de constitución, extinción, invalidación y convalidación antes referida;
c) Hecho invalidativo:
Es el que afirma todo aquél contra quien se ha opuesto un hecho constitutivo o un hecho extintivo del hecho constitutivo alegado para fundar la respectiva pretensión, que invalida (7) o le resta validez para lograr su cometido.
Por ejemplo: si Pedro sostiene que contrató un mutuo con Juan, afirmando que éste recibió el dinero y que no lo devolvió oportunamente (hecho constitutivo) y, a su turno, Juan afirma que pagó a Pedro tal dinero (hecho extintivo), el mismo Pedro puede alegar ahora que el pago se hizo indebidamente a un tercero (hecho invalidativo) y que, por ende, no lo recibió; por tanto, como quien paga mal debe pagar dos veces, espera ahora la condigna condena a su favor.
Este tipo de hecho debe ser confirmado por quien lo alega. Caso de no hacerlo (y sólo este hecho, ya que el constitutivo se encuentra exento de confirmación —pues es lógico presumir que quien pagó es porque debía— y que el hecho extintivo también está exento de confirmación —ya que si se afirma que el pago es inválido es porque se reconoce el hecho de haber sido realizado—) ganará el pleito el que alegó el último hecho implícitamente aceptado: el del pago, al que se tendrá como existente.
d) Hecho convalidativo:
Es el que afirma todo aquél contra quien se ha opuesto un hecho invalidativo de un hecho extintivo de un hecho constitutivo, alegando que la invalidez alegada fue purgada o convalidada (8) de alguna manera.
Por ejemplo, si en el caso recién relatado, Juan reconoce haber pagado a un tercero y afirma que, a la postre, éste entregó el dinero al propio Pedro —con lo cual recibió finalmente su acreencia— parece claro que la invalidez del pago ha quedado convalidada.
De modo similar al expresado antes, aquí Juan habrá de confirmar sólo el hecho convalidativo, quedando todos los demás fuera de la tarea confirmatoria. Y resultará con ello que ganará el pleito si logra hacerlo y lo perderá en caso contrario.
(Sé que a esta altura de la explicación ella se asemeja grandemente a una suerte de extraño trabalenguas. Pero insisto con la buscada repetición de palabras pues creo que de tal forma ayudo a que el lector fije definitivamente el concepto);
e) Hecho impeditivo:
Es el que afirma una parte sosteniendo la ausencia en el hecho constitutivo o en el hecho extintivo de alguno de los requisitos generales que son comunes a todas las relaciones jurídicas (por ejemplo, la capacidad de las partes, la libertad con la cual fue expresado el consentimiento -cuando éste es necesario- la existencia de vicios del consentimiento, la ilicitud de la causa obligacional, etcétera) o, también, la existencia de una cuestión de procedibilidad que evita la formación o la continuación del proceso ya incoado.
La carga de confirmar este tipo de hecho pesa exclusivamente sobre la parte que lo invocó.
Con toda esta compleja elaboración para determinar con precisión a quién incumbe la carga de confirmar en el proceso, se ha llegado a establecer desde la propia ley un claro criterio objetivo que indica al juez qué hacer cuando no hay elementos suficientes confirmatorios productores de convicción.
En efecto: si al momento de sentenciar, un juez se encuentra con un caso en el que hay varias declaraciones testimoniales acordes entre sí, un buen peritaje que responde al interrogatorio formulado al efecto y varios documentos que acreditan los hechos litigiosos, el juez falla según la interpretación que haga de la suma de tales medios y, por supuesto, no se pregunta a quién le incumbía la carga de confirmar. No le hace falta hacer esa indagación.
En cambio, si el juez carece de elementos confirmatorios suficientes para que pueda formar su convicción en uno u otro sentido, como no puede ordenar por sí mismo la producción de medio alguno de confirmación y como tampoco puede hacer valer su conocimiento personal del asunto a fallar, recién ahí se interroga acerca de quién debía confirmar determinado hecho y no lo hizo.
Y la respuesta a ese interrogante sella definitivamente la suerte del litigio: quien debió confirmar su afirmación y no lo hizo, pierde el pleito aunque su contraparte no haya hecho nada al respecto. Así de fácil.
Comprenderá ahora el lector la enorme importancia del tema en estudio: se trata, simplemente, de facilitar la labor del juez al momento de fallar, otorgándole herramientas que le imposibiliten tanto el pronunciamiento non liqueat como su propia actuación confirmatoria, involucrándose con ello en el resultado del juicio.
Sostuve antes que las reglas de la carga de la prueba constituyen, en verdad, directivas para el juzgador, pues no tratan de fijar quién debe asumir la tarea de confirmar sino de quién asume el riesgo de que falte al momento de resolver el litigio.
Sin embargo, este fatigoso y largo esfuerzo para lograr parámetros de pura objetividad a fin de permitir un rápido y seguro juzgamiento de cualquier litigio por un juez que se concreta a mantener la paz social dando certeza a las relaciones de las partes encontradas y asegurando el efectivo cumplimiento de las promesas y garantías brindadas por el constituyente y por el legislador, está siendo dejado de lado en los últimos años.
Al comienzo, y sin entender bien el concepto de carga, alguna jurisprudencia la hizo pesar sobre ambas partes por igual (¿!).
Por ejemplo, durante la década de los 60 rigió en la Argentina una ley que congelaba todas las locaciones de inmuebles urbanos e impedía actualizar el monto del alquiler a menos que el inquilino tuviera suficientes medios de fortuna (u otras propiedades) como para poder pagar un canon liberado.
Este precepto —que en la jerga tribunalicia se denominó como de inquilino pudiente— generó una ola de pleitos en los cuales el actor debía lograr del juez la plena convicción de la pudiencia del inquilino, cosa que no era fácil de hacer.
Como en rigor de verdad se trataba de una "prueba" diabólica por el carácter local de los diversos Registros de Propiedades con que todavía cuenta el país, algunos jueces comenzaron a imponer una suerte de extraña inversión o complementación de la carga confirmatoria, sosteniendo que la pudiencia era un hecho que debía ser acreditado por ambas partes por igual.
Por cierto, el argumento reñía con la técnica procesal y, sobre todo, con la lógica.
Con posterioridad, muy buena doctrina americana comenzó a insistir en la necesidad de lograr la vigencia en el proceso de una adecuada y justa ética de la solidaridad entre ambos contendientes, exigiendo para ello la plena y total colaboración de una parte con la otra en todo lo que fuere menester para lograr la producción eficiente de un medio cualquiera de confirmación.
A mi juicio, esta doctrina es exótica y divorciada de la realidad de la vida tribunalicia (9), por lo que merece ser sepultada en el olvido.
Sin embargo, actualmente tal doctrina ha ido mucho más lejos respecto de la vigencia de la carga de confirmar.
Y es que, so pretexto de que la justicia debe merecer un tratamiento más ágil y eficiente en esta época que ha dado en llamarse posmodernista, algunos jueces con alma de pretores desean volver raudamente a las incertidumbres del pasado.
En esta tesitura, sin sentirse vinculados a un orden jurídico previo, creen que pueden cambiar las reglas procedimentales según sus propias opiniones —haciéndose eco de otros sistemas jurídicos no vigentes en nuestros países— y con olvido del claro mandato constitucional que establece la inviolabilidad de la defensa en juicio.
Y así, han decidido dejar de lado las reglas normativas de la incumbencia confirmatoria recién explicadas, variándolas en cada caso concreto por la mera aplicación caprichosa de las antiguas reglas subjetivas de la facilidad o de la mejor posibilidad de "probar".
Con estos alcances es que se habla hoy de las cargas dinámicas probatorias que, más allá de las buenas intenciones que animan a sus sostenedores, no puedo compartir en tanto repugnan al texto expreso de la ley y, con ello, se acercan peligrosamente al prevaricato.
Para que se entienda adecuadamente la seriedad de la crítica, debo recordar que hay códigos en América latina que nada establecen en cuanto al tema en trato.
En los lugares donde ello ocurre (por ejemplo, en la provincia de Santa Fe) es la sola doctrina la que se encarga de explicitar a quién incumbe la tarea de efectuar la confirmación procesal.
Por tanto, si un juez sostiene algo diferente, no viola el texto expreso de la ley y puede imponer la incumbencia confirmatoria que se le ocurra.
Y así, con indudable actitud justiciera, alguna jurisprudencia comenzó a sostener, en el momento mismo de sentenciar un recurso de apelación —es decir, después que el proceso terminó— que si bien no fue adecuadamente confirmado por el actor el hecho constitutivo de la imputada responsabilidad aquiliana, ello carecía de importancia en la especie pues la respectiva carga (cabría preguntar ¿de qué?) correspondía a la contraparte y, por tanto, al nada haber acreditado ésta, debía acogerse sin más la pretensión demandada (¡!).
En otras palabras: quien así sentenció el pleito varió a su voluntad las reglas del juego a las cuales se ajustaron los contrincantes durante todo el proceso.
¡Sólo que lo hizo después que el juego terminó!
Y esto parece de ilegitimidad manifiesta por más que pueda ser justa la solución dada al caso.
Pero hay lugares donde ocurre exactamente lo contrario a lo hasta aquí relatado.
Por ejemplo, en el CPC de la Nación Argentina, en cuyo artículo 377 se establece con absoluta claridad que:
"Incumbirá la carga de la prueba a la parte que afirme la existencia de un hecho controvertido o de un precepto jurídico que el juez o el tribunal no tenga el deber de conocer. Cada una de las partes deberá probar el presupuesto de hecho de la norma o normas que indicare como fundamento de su pretensión, defensa o excepción..."
Resulta ya claro que la tesis que acepta sin más la vigencia de las cargas dinámicas "probatorias" no puede coexistir con la norma pretranscrita, por cuya razón creo que no es menester insistir abundando en el tema.
En definitiva: la ley —y sólo la ley, nunca la jurisprudencia— es la que regula todo lo referente a la incumbencia confirmatoria a fin de dar total y objetiva seguridad a la actividad que los jueces cumplen al sentenciar, evitando así que ellos puedan alterar las reglas del onus probandi a discreción y una vez que el pleito ha finalizado.
En otras palabras y recurrentemente: cambiar las reglas del juego después que el juego terminó, convirtiendo en ganador al claro perdedor según las normas tenidas en cuenta por los jugadores durante todo el desarrollo del certamen, no sólo es actitud desleal sino que, en el proceso, viola la garantía de la defensa en juicio. ¡Por mucho empeño justiciero que ostente el juez actuante!
Reitero conceptos para fijarlos en el lector: como se ha visto hasta aquí, el tema en tratamiento relativo a la incumbencia confirmatoria —que habitualmente se estudia con el nombre de carga de la prueba— no es en sí mismo un tema propio de la confirmación procesal sino que es, en esencia, una clara regla de juzgamiento dirigida al juez para que sepa a qué atenerse cuando carece de elementos de confirmación acerca de los hechos litigiosos sobre los cuales debe fallar. Y como es obvio, tal regla no sólo debe ser precisa sino de cumplimiento objetivo y acatamiento irrestricto.
Finalmente: se sostiene en doctrina que las reglas de la carga confirmatoria no pueden ser alteradas por las partes, so pretexto del orden público que domina la legislación procedimental.
No coincido con tal afirmación. Antes bien, he sostenido supra que no hay orden público procesal en materia transigible y, que el principal creador de normas procesales debe ser el propio litigante.
Por lo demás, no creo que nada pueda evitarlo en un régimen constitucional en el que está permitido todo lo no expresamente prohibido por la ley.
Hasta aquí me he ocupado del tema desde una óptica propia de la pretensión civil.
Veamos ahora si los conceptos ya expuestos pueden o no aplicarse al campo de lo penal.
Afirma la doctrina generalizada —computo aquí a la mayoría de los autores que imponen actualmente opinión jurisprudencial en los diferentes países de nuestro continente— que el concepto de carga "probatoria" (confirmatoria) ha fracasado al ser transportado al proceso penal, donde —antes que de cargas— cabe hablar de deberes funcionales administrativos del Ministerio Público Fiscal.
En esta tesitura, sostienen que no cabe afirmar jurídicamente que el Fiscal sea titular de un interés interno en antagonismo con el del imputado.
Por ello afirman que nunca puede decirse que el órgano de la acusación resulta vencido cuando no prueba la imputación pues el interés de la sociedad está en el castigo del culpable y en la represión del delito en tanto exista, precisamente, un culpable y de deberes jurisdiccionales del juez en los sistemas inquisitivos consagrados legalmente en casi toda América latina.
En esta tónica, tales autores se manejan exclusivamente con el sintagma in dubio pro reo y exigen ingenuamente la colaboración del propio imputado, a quien sí hacen soportar una especie de minicarga probatoria que le permita ayudarse a salir con bien del proceso!
El tema entraña notable gravedad.
En la Relación (Exposición de Motivos) del Proyecto de Código para Italia de 1930 se dijo:
"Sagrado e inviolable es, sin duda, el derecho de defensa. Cierto e indiscutible el principio de que al imputado no se le puede considerar culpable antes de la sentencia irrevocable de condena. Pero que se lo haya de conceptuar inocente mientras se procede contra él por serle imputado el delito, es una tal enormidad, una tan patente inversión del sentido común, lógico y jurídico, que no se puede admitir ni aun como forma retórica. Mientras hay un proceso en curso, no hay ni culpable ni inocente sino únicamente imputado. Sólo en el momento en que recaiga sentencia se sabrá si es culpable o inocente"(10).
Como es fácil de comprender, estas posturas se explican sólo si forman la glosa de un sistema inquisitivo. Pero resultan por completo inexplicables en un proceso de corte acusatorio puro.
De ahí que crea que nada empece a aplicar literalmente los principios que regulan la carga confirmatoria en proceso penal donde el Fiscal —parte acusadora— actúa como representante de la sociedad toda, con obvio interés jurídico en erradicar la actividad delictiva y, así, mantiene una actitud procesal antagónica con la del imputado.
Por supuesto, descarto totalmente que el juez pueda llevar adelante por sí mismo la pretensión punitiva de la sociedad y que esté facultado para producir personalmente medios de confirmación que hacen al cargo imputado.
Finalmente: el principio o estado de inocencia que se encuentra ínsito en la cláusula in dubio pro reo, no juega cuando existe carencia de medios de confirmación (a la que se aplican las reglas del onus probandi) sino —todo lo contrario— cuando hay suficientes elementos de confirmación que, no obstante, no logran forjar la convicción de culpabilidad en la mente del juez.
Ello es lo que genera la duda y tal duda es la que lleva a la absolución.
No obstante todo lo precedentemente explicado en orden a sostener la vigencia de un verdadero sistema legal (que, en materia procesal, se encuentre acorde con las garantías constitucionales), las leyes disponen exactamente lo contrario, los autores de la asignatura son cada día más proclives a mantener un autoritarismo ilegal y muchos jueces se enrolan en el movimiento decisionista que se ha puesto de moda merced a la prédica de quienes dice ser posmodernistas.
V. Corolario
Si el concepto definitorio de la imparcialidad judicial comprende no sólo la idea de imparcialidad propiamente dicha (no tener interés en el resultado del litigio), sino también el de la impartialidad (no ser parte en el litigio), parece claro que el juez imparcial no debe ni puede hacer las cosas propias de ellas, a quienes compete exclusivamente la tarea de afirmar, de pretender y, por ende, la de confirmar toda afirmación negada.
Tal obviedad no ha sido advertida por la doctrina ni por la jurisprudencia vigente en América latina.
De ahí que, en un moderno sistema acusatorio -cual el que acaba de inaugurarse en muchos de los países de la región, la tarea de probar de oficio es de manifiesta ilegitimidad y debe ser erradicada.
Similar afirmación cabe hacer respecto de los resabios inquisitoriales que todavía seguimos soportando en el campo de juzgamiento de todo lo no penal, pues aún en él existe clara incompatibilidad lógica entre las tareas de juzgar y de probar oficiosamente afirmaciones que sólo incumbe probar a los propios interesados en lograr el acogimiento de una pretensión o de una excepción procesal.
(1) ¡Cómo estaría de desprestigiada esta prueba que fue menester ordenarle a los jueces desde la propia ley que no juzgaran acerca de su bondad antes de ordenar su producción!
(2) Eso es, precisamente, la consecuencia de enfrentar una tesis con una antítesis.
(3) La novela está diagramada sobre la base de distintos testimonios, ninguno de los cuales concuerdan entre sí.
(4) Se entiende por autoritario lo que se funda o apoya exclusivamente en la autoridad. Pero también refiere al que abusa de su autoridad o la impone a todo coste. De donde viene autoritarismo, que menciona al abuso de autoridad o a la exigencia de sumisión total a ella.
(5) El Evangelio de Juan (18, 33-38) relata el siguiente diálogo ocurrido cuando Poncio Pilatos interroga a Jesús privadamente: "Pilatos entró de nuevo en el Pretorio, llamó a Jesús y le dijo: - ‘¿Eres tú el Rey de los judíos?’ Jesús respondió:- ‘¿Dices esto por ti mismo o te lo han dicho otros de mí?’ Pilatos contestó:- ‘¿Es que soy yo judío? Tu pueblo y los sumos sacerdotes te han entregado a mí. ¿Qué has hecho?’ Jesús le dijo:- ‘Mi reino no es de este mundo. Si mi reino fuera de este mundo, mis súbditos lucharían para que no fuese entregado a los judíos. Pero mi reino no es de aquí'. Pilatos le dijo:- ‘¿Luego, tú eres Rey?’- ‘Tú lo dices’ respondió Jesús. ‘Yo soy Rey, yo he nacido y he venido al mundo para esto, para dar testimonio de la verdad; todo el que es de verdad, escucha mi voz’. Pilatos le dijo:- ‘¿Qué es la verdad?’
(6) Nihil habere quod liqueat: no sacar nada en claro.
(7) Invalidar es hacer inválida o de ningún efecto alguna cosa.
(8) Convalidar es ratificar, confirmar, dar por válido.
(9) Y es que nadie comienza un pleito con alegría y despreocupación, como quien sale a pasear en día festivo. Por el contrario, se realizan previamente muchas conversaciones —e intimaciones— para tratar de evitarlo. Cuando ya el pretendiente —acreedor, por ejemplo— está seguro de que no logrará una autocomposición con el resistente —deudor, que en el ejemplo afirma que pagó— no tiene más remedio (recordar que esta la última alternativa pacífica) que concurrir al proceso (para ello, debe pagar honorarios de abogados y carísimas tasas de justicia), donde el deudor, ahora demandado, vuelve a oponerle la misma tenaz oposición que antes, afirmando haber hecho —por ejemplo— un pago que no existió en la realidad de la vida... Como puede aceptarse fácilmente a esta altura del relato, el actor piensa con visos de razonabilidad comprensible en destruir para siempre a su demandado y deudor impenitente. En tales condiciones, ¿cómo puede serle exigido que colabore solidariamente con su enemigo y, que si no lo hace, se considere que ha caído en inconducta procesal?
(10) Esto no podría decirse seriamente al día de hoy...



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